En un tiempo donde todo se pretende virtual y es tan real, es decir, de una pieza.

En un tiempo de dientes apretados en el que supuestos luchadores por la verdad transforman sus caprichos o sus furias guardadas en supuestas militancias.
En un tiempo donde tantos creen tener certezas acerca de quiénes son los buenos y quiénes los malos en cualquier situación.
En un tiempo donde para documentar sus así llamadas “ideas”, cada quien busca en Instagram la información que necesita para confirmarse.

En un tiempo en el que el ¿viste?, ¿viste que tenías anteojeras y yo razón? prima sobre cualquier atisbo de paz, donde se cubre de escepticismo las ganas de reventar a alguien, de eliminar a alguien.
En un tiempo donde en una misma bolsa se unen quienes rechazan todo pensamiento crítico y quienes dicen sostenerlo, pero en cuanto disentís quedás del lado de los descartados, los demasiado intensos, demasiado intelectuales.

En este tiempo de tanta prepotencia, donde entre solidaridades auténticas y silencios surgen las solidaridades de pancarta, voluntariamente mal informadas y creyéndose sabedoras, simulacros de solidaridad sin responsabilidad, es decir, espectáculo.
En este tiempo, entonces, de exilio, para quienes aún busquen no en la camiseta, sino en la fuente de la potencia lo otros posibles, en este tiempo es bueno volver sobre las apuestas surrealistas.

Surreal, por encima o por debajo de lo rígido, de lo furioso y lo vengativo. Porque no hay ser más aferrado a sí mismo que un violento.
Por eso para desaferrarnos los surrealistas proponían revisar las jerarquías. ¿ En serio podemos afirmar que la realidad es el modelo y el sueño la copia?, ¿ no será la vigilia un resto del sueño), ¿la ficción, determinadas ficciones un modo de revelar lo que al realidad oculta?

Cuando en 1924 aparece el Primer Manifiesto Surrealista, el mundo intelectual europeo ardía de inconsciente freudiano, de la magia de Jung, de los ecos de todos los socialismos del siglo XIX. Mientras, las botas del fascismo avanzaban con sus pasos triunfantes y cosechaban adeptos mucho más allá del viejo continente

En ese caldo que habían empezado a cocer los dadaístas desde 1916, de la mano de Tristán Tzara; en esa efervescencia primera nacida en Zürich, que ya había declarado su hartazgo de tanto sostener la herencia, su hastío de pertenecer por decreto al lado de los buenos; en esa desconfianza de la razón instrumental y de la lógica de los valores burgueses, el grito era “Desconfiad de todo, desconfiad también de dadá” “El arte está muerto, viva el arte”.

Pero permanecer en lo que no significa nada-dadá-, en lo que se burla de todo-dadá-, era nomás un paso para lo que seguía.
Así que los surrealistas toman el guante, invitan al azar, al sueño, al enorme océano irracional que rodea a la razón, en palabras de la filósofa María Zambrano; a una inmersión colectiva en la fuerza que propone y crea.

Había que reconstruir el arte y la vida: ética, estética y política iban juntos. La hecatombe de la segunda guerra mundial aún en puertas, y ya todo en ruinas. Y la ruina reclama. Y no hay ruinas más merecedoras de atención eu otras. por eso es necesario inquietar rigideces con mestizaje. Uno de estos hombres, Max Ernst, que tanto tiene que ver en la vida de Leonora Carrington, acerca de la que en un rato conversaremos más largamente en nuestro programa. Max atravesó todos los caminos de búsqueda de este caliente comienzo de siglo XX.

¿Hay algo más dadá , más afín a la frase dadaísta “Hágase la moda, perezca el arte”, de 1919, que este cuadro llamado: La bicicleta gramínea adornada con cascabeles, los grisáceos moteados y los equinodermos doblando la columna buscando caricias? ¿Quién detenta la autoridad en el arte, cuál es el tribunal donde muere toda poesía?

Pero Ernst iba por más. Este hombre que había estudiado psiquiatría, filosofía e historia del arte, unió rápidamente su entusiasmo al grupo surrealista. Si con dadá se trataba de escandalizar con el caos, lo surreal intentaba explorarlo. Como arqueólogo que busca capa tras capa o demiurgo que hurga en las trampas de los vacíos que simulan no tener nada, frotaba un lápiz sobre una superficie rugosa para ver qué formas inesperadas aparecían. Así se ve en su Historia Natural, de 1926, donde roce y azar son los orígenes de lo posible.

O raspaba capas de pintura, para ver si encontraba una textura oculta, omo en este bosque petrificado de 1933.

O combinaba en collage grabados de enciclopedias victorianas, con humor y violencia. Por ejemplo, en la novela collage Una semana de bondad, donde trabajaba con cuadernillos vinculados a elementos y días de la semana. Allí, toda cronología se volvía absurda.

Max Ernst, el pintor que alucina la luz eclipasada para revelar lo oculto.
Max, el actor, el hombre que se dejaba fotografiar una y otra vez, bien enamorado de su imagen, el que yuxtaponía lo distante con lo cómico, como en otra novela collage La mujer de las cien cabezas.

Una y otra vez confinado como extranjero hostil en Francia, finalmente logró huir a Estados Unidos, donde permaneció durante una década probando cómo no hay nada en las estrellas que no esté en las huellas de tus pies; cómo en paisajes no más grandes que una uña puede caber el universo entero.

Bataille, el poeta, el novelista, el filósofo dijo lo justo: Max Ernst era un filósofo que jugaba.
Jugar, eso jugar. Y entonces, en un tiempo como este, donde el fetichismo ya no es solo de la mercancía, sino de todo poder, como dirá otro capo nuestro- también pintor y filósofo- Oscar del Barco.
Donde la verdad se recorta a gusto década ignorancia. Donde la ignorancia simula documentarse con pruebas recortadas.
Donde la palabra comunidad se usa para reunir tropa en dirección a sueños personales.
Donde se es amable cuando se necesita, y se pierden los modales sin culpa.
Donde la mala sangre sonríe y busca consensos.
Donde, enfermos de ansiedad o melancolía de futuro, desesperamos en medicamentos vencidos hace rato.

En este tiempo Entredicha celebra la inmersión en lo otro posible, lo surreal como afrenta a los obstinados, los especuladores supuestamente progres, los que reparten carnet de progres a sus iguales y cultivan la esclavitud de los esclarecidos de una vez para siempre.
Hoy, más que nunca tierna, triste solitaria y exiliadamente, pero en busca de los sin trampa, no cejamos, perseveramos en surrealizar.











