El Lado B: sobre Natalia Sedova.
Por Patricia Tombetta
ALTO: PARRILLA EN RUTA DOS
Ocupar con pasión o firme certeza un lugar en esta única vida siempre me resultó admirable. Suelo alcanzar una especie de silenciosa idolatría – difícil de explicar- por quienes lo consiguen. Un sentimiento inadvertido, de crecimiento lento, se instala para hacerle compañía- y acusar, incluso- a cualquiera de mis injustificables vacilaciones.
Leer el libro de L. Padura, “El hombre que amaba a los perros” y quedar prendada de Natalia Sedova fue inevitable. Preguntarme cada tanto, a lo largo del libro – y sí que es largo, también bueno- qué le pasaba a esa mujer: si estaba de acuerdo, si tuvo otros sueños o ilusiones, si se sentía cansada, si escondía dudas o las expresaba, si odió tanto como amó, cuáles fueron sus miedos. Páginas y páginas me iniciaron en una búsqueda muy poco fructuosa en datos y, como suele suceder, en el encuentro de lo nunca buscado.
Notables y famosos suelen ser fáciles de reconocer e, incluso, de idolatrar. Aunque no es a ellos a quienes mis embargos se dirigen. No. Antes bien, suelo emocionarme con seres casi invisibles quienes, bien mirados, portan esas convicciones apasionadas, como si en el mundo no se tratara de otra cosa: el dueño de una parrilla en la ruta dos, un profesor de filosofía, el encargado de las plantas de la plaza en Villa Reducción y Natalia, claro.
POR BOCA DE OTROS
Marguerite Bonnet[i], una amiga muy allegada a Natalia, cuenta que no hablaba nunca de ella misma y que su vida precedente a la lucha revolucionaria y a su encuentro con Trotsky parecía separada definitivamente de la vida que siguió. No obstante, en algunas conversaciones íntimas, se animaba a traer recuerdos de su querida Ucrania, ganadora siempre, en las comparaciones con algunos paisajes de Francia.
Nació en 1892 en Rommi, una pequeña ciudad ucraniana, en el seno de una familia que había participado desde siempre en la luchas contra el zarismo. Quedó huérfana a los dieciocho años y pasó al cuidado de su abuela y una tía quienes, al parecer, dejarían una fuerte impronta en ella. Luego de una educación básica, Natalia se dedicó al estudio de la botánica. Aunque su camino quedaría muy alejado de las plantas por muchos años, su amor por ellas parece haberla acompañado hasta el final. De todos modos, los estudios se vieron salpicados por su ideología de avanzada en la Rusia de principios del siglo XX.
Continúa M. Bonnet[ii]: “En algunos de nuestros paseos gustaba de preguntarme cuál era el nombre en francés de tal o cual espécimen de plantas. A sabiendas de mi nulo conocimiento sobre el tema, la cuestión siempre terminaba entre risas. Aunque ella insistía”.
Su vida de revolucionaria la llevó a Paris donde, en 1902, conoció a quien sería su notable compañero: un tornado de fuego alrededor de quien Natalia permaneció durante toda su vida.
UNA GUARDIANA
Ocupar un lugar firme y abrazar profundas pasiones no es para cualquiera. De hecho, suelen incomodar hasta la locura aquellas personas que se dejan tomar incluso el último aliento. Porque, ante todo, se necesita dejarse inundar. El peso de las convicciones deberá asfixiarte para poder respirar en ellas. Podría ser al amor, el odio, una idea. ¿Su vestimenta?, cualquiera. Para Natalia esa pasión tal vez fue velar por el portador.
En Moscú, se dedicó a la protección de las obras de arte. Era importante que no resultaran arrasadas en las múltiples batallas tras la revolución de 1917. Y ella lo hizo con absoluto empeño: «Mi mujer trabajaba en el Comisariado de Instrucción Pública, donde tenía a su cargo la dirección de los museos, monumentos históricos, etc. Le cupo en suerte defender bajo las condiciones de vida de la guerra civil los monumentos del pasado y por cierto que no era empresa fácil. Ni las tropas blancas ni las rojas sentían gran inclinación en preocuparse del valor histórico de las catedrales de las provincias ni de las iglesias antiguas. Esto daba origen a frecuentes conflictos entre el Ministerio de la Guerra y la dirección de los museos. Los encargados de proteger los palacios y las iglesias echaban en cara a las tropas su falta de respeto por la cultura; los comisarios de guerra reprochaban a los protectores de los monumentos de arte el dar más importancia a objetos muertos que a hombres vivientes. El caso era que, formalmente, yo tenía que estarme cada paso debatiendo en el terreno oficial con mi propia mujer. Este tema daba lugar a buen número de chistes y de bromas».[iii]
Las menciones de Padura acerca de Natalia, si bien pocas, cada tanto me acercan algún dato: durante el primer atentado que su marido sufrió en Méjico (mayo de 1940), ella lo cubrió con su propio cuerpo de las balas enemigas. También se empecinó en extremar medidas de seguridad en la casa de Coyoacán. Cuando Trotsky insistía en que nada detendría a Stalin de la decisión de acabar con su vida, Natalia continuaba dirigiendo la fortificación: paredes cada vez más altas, puertas y ventabas blindadas con cortinas de acero. Claro. Que las menciones en el libro de Padura aparecen por la página 445 y el entusiasmo de la lectura permanece sobre el fondo de mis obstinadas preguntas acerca del silencio que envuelve a esta mujer.
¿Mutismo de Padura o de Natalia?
A LA DERIVA
Es en 1928 que la vida de esta mujer dio un giro definitivo. Montada en el tren transiberiano hostigado por el eterno frío de las estepas, Natalia, su marido y su hijo mayor, León Sedov, comenzaban un interminable exilio que la alejó para siempre de Rusia y de su querida Ucrania. Su hijo menor, Sergei, científico y más distante de la vida política, se quedó en Rusia.
Entre 1928 y 1940, las persecuciones a su marido por parte de Stalin los obligaron a moverse por donde conseguían a duras penas ser aceptados: Kazajistan (Alma Atá), Turquía (isla de Prínkipo), Francia (Barbizon) confinados en Noruega y, por último, México. Trotsky nunca detuvo su lucha ni Natalia, su silenciosa compañía.
Juntos atravesaron no sólo los innumerables rechazos de dimensiones planetarias, sino la dolorosa inquietud por la suerte de su hijo menor en Moscú, la muerte del mayor en Francia durante una intervención quirúrgica (más tarde aclarada como atentado) y la separación paulatina del resto de la familia. Ella soportaba una a una las pérdidas a que su pasión la sometía.
¿Aquello bien dicho no vale la pena repetirlo?
EL SILENCIO
Continúa Marguerite Bonnet: “Ella llevaba un diario del exilio. Un día le pregunté a Natalia si entraba en sus intenciones publicar este diario. Le dije que había mucha vida en estas páginas que hacían desear su conjunto al lector. Le señalaba también el talento de escritor que revelaban los pasajes citados por Trotsky. Ella me respondía con su extrema y habitual modestia que había tomado estas notas solamente en algunas épocas de su vida, con el fin de aliviar la memoria de Trotsky fijando ciertos acontecimientos”.
Acompañarlo, separarse de su país, de sus hijos, aliviar su memoria, dejarse abrasar en silencio por la utopía de un mundo más justo. ¿Y si fuera el silencio?
Palabra a palabra, llega el fin de la novela, sin haber podido leer si Natalia lloró, si ella también desconfiaba del falso belga que disfrazaba a Ramón Mercader, si quiso morir en ese momento, si encontró consuelo. ¿Una tozudez del escritor por no dar letra a esa mujer?, ¿o él también se deja llevar de las narices por ese obstinado silencio?
Lo cierto es que ella se mantuvo en la causa y sus palabras se escucharon cuando su compañero ya había muerto y en los pocos momentos en que fueron estrictamente necesarias:
Carta de Natalia Sedova Trotsky a la IV Internacional, mayo 1.951 (Extracto)
“Sabéis perfectamente que no estoy políticamente de acuerdo con vosotros desde hace cinco o seis años, desde el fin de la guerra, e incluso antes. La posición que habéis tomado sobre los importantes acontecimientos de los últimos tiempos me muestra que, en lugar de corregir vuestros anteriores errores, permanecéis en ellos y los profundizáis. En la vía que habéis emprendido habéis llegado al punto en el que ya no me es posible seguir silenciosa y limitarme a protestas privadas. Ahora debo expresar mis opiniones públicamente (…) Me veo obligada a dar un paso para mí grave y difícil, que no puedo más que lamentar sinceramente. Pero no hay otro camino. Tras muchas reflexiones y dudas sobre un problema que me ha afligido profundamente, he decidido que debo deciros que no veo otra vía que la de afirmar que nuestros desacuerdos no me permiten ya permanecer por más tiempo en vuestras filas (…) Obsesionados por viejas y superadas fórmulas continuáis considerando al Estado estalinista como un Estado obrero (…) No puedo ni quiero seguiros en este punto. Desde el inicio de la lucha contra la burocracia usurpadora, L.D. Trotsky repetía prácticamente cada año que el régimen se desplazaba hacia la derecha (…) En el pasado siempre hemos considerado al estalinismo como una fuerza contrarrevolucionaria con todas las connotaciones del término. Vosotros ya no lo hacéis, pero yo sigo haciéndolo (…) En 1932 y 1933, para justificar la vergonzosa capitulación ante el hitlerismo, los estalinistas declararon que importaba poco que los fascistas tomaran el poder, porque después llegaría el socialismo a través del reino del fascismo. Sólo brutos desprovistos de humanidad y de un átomo de pensamiento o espíritu revolucionario podían expresarse de tal modo. Hoy, independientemente de los objetivos revolucionarios que os animen, pretendéis que la reacción despótica estalinista que ha triunfado en Europa Oriental es una de las vías por las cuales se alcanzará eventualmente el socialismo. Tal punto de vista constituye una ruptura irremediable con las profundas convicciones que nuestro movimiento siempre ha defendido y que yo sigo compartiendo (…) En el mensaje que me ha sido enviado por el último congreso del SWP, se ha escrito que las ideas de Trotsky continúan guiándolos. Debo deciros que he leído esas palabras con amargura. Como habéis podido constatar por lo que acabo de escribir, no veo esas ideas en vuestra política. Confío en esas ideas. Estoy convencida que la única salida a la actual situación es la revolución socialista y la autoemancipación del proletariado mundial”.
Más adelante, sus convicciones volvieron a escucharse. Cuenta M. Bonnet: “En la primavera de 1957, consiguió obtener un visado de entrada en los Estados Unidos y visitar con placer, alegre de reencontrar, después de tantos años, la ciudad un poco fantástica que era para ella New York, y de reencontrarse con amigos queridos. Pero esta estancia concluyó de una manera brutal: Natalia no aceptó entrevistarse, tal como se le pedía, con un diputado miembro de la Comisión de Actividades antinorteamericanas. Le retiraron entonces su visado y tuvo que volver inmediatamente a México”.
La señora callaba aunque, cuando habló, dijo. Tal vez su silencio fue siempre producto de aquello que ya estaba dicho. O lo suyo resultó la firmeza. ¿Cómo saberlo? Por suerte, siempre se puede jugar un poco. Jugar, como Padura, a que toda la historia sea enterrada con quien la había escuchado, mientras él nos la entrega a viva letra. Jugar, como en esta nota, a que adivino aquello que encuentra Natalia o el dueño de la parrilla de la ruta dos o lo que hallan tantos otros lados B, que hacen de este planeta un lugar un poco más misterioso.
[i]Fundación Andreu Nin.
[ii]Ibid
[iii]Ibid