La potencia: sobre la impronta de los abuelos en la vida de los nietos.

Por Cecilia Miano

 

POROTA

Nunca dimensioné como ahora lo que cada uno de mis abuelos dejó en mí. Tan diferentes, tan sutiles sus marcas que resulta gracioso hoy decir que soy una síntesis de lo que viví con ellos.

Empiezo por mi abuela Porota, una artista, profesora de dibujo y pintura, tallaba madera, pirogrababa, hacía magia con sus manos. La recuerdo ya con retorcidos nudos en los dedos, que le provocaban un dolor sostenido por la ganas de seguir. No entendía qué era la artrosis, sólo imaginaba que sus dedos se habían pronunciado de tanto usarlos, de tanto crear, de tanto hacer.

Amante de los colores subidos, el colorado se engalanaba tanto en las alacenas de la cocina, como en la mesa de fórmica y en sus labios finos con tinte estruendoso. Salía poco. Pero, cuando lo hacía, se pasaba una capa generosa de labial lleno de rojo.

Con ella intenté mi parte religiosa. Según ella, yo debía ir a misa. Pero no me gustaba, no entendía de qué se trataba. Cada sábado disponía de mi ropa prolija para llegar a la casa de Dios. El techo alto, los bancos fuertes e interminables de madera poderosa me inspiraban respeto. Ni hablar con la cruz gigante que colgaba en el altar. Toda la liturgia no hacía más que llevarme en pocos minutos al momento más bochornoso para mí: “la Porota”, con voz aguda, entonaba muy fuerte todas las canciones de la misa. Después entendí que el coro era parte de su historia religiosa, lo hacía con tanta pasión que mis cachetes se enrojecían. Y hasta creo haber cerrado los ojos más de una vez. Entonces sólo atinaba a codearla, más y más fuerte, hasta que se apiadaba de mí y bajaba el tono. No tengo idea de qué sentía ella en esos momentos, si la molestaba mi compañía o la alegraba, pero fueron muchos sábados de pretender ser una buena cristiana y asistir a misa. La religión nunca resultó lo mío.

A su vez, mi abuela y la cocina eran como una dupla armada desde el nacimiento. Ella cocinaba buñuelos en latas de diez litros de no sé qué producto. Recuerdo claramente esa lata verde con letras doradas encima de un calentador. Y así salían los buñuelos, con la maña de alguien que sostiene la magia siempre.

Sus tortas estaban muy cocidas. La costra de las tortas de mi abuela todavía resuena en mi paladar. Horno fuerte, me decía, no abras nunca, nunca el horno, antes de los cuarenta minutos.

Tenía muchas especialidades, las pastas, los tucos y los bifes eran un poema. Cada creación hacía rulos de improvisación con dulces que desprendían sorpresas dentro de las masas, galletas rústicas con aroma a limón, o torrejas de naranja sacadas de la planta del patio.

La carne al horno con salsa blanca y papas encendían un brillo en mi mirada, como cada vez que ella traía la bandeja a la mesa, esa misma que hoy me acompaña en mi casa, la que logra extenderse para sumar invitados, siempre admite a uno más. Aunque nunca sobró ni dinero ni comida, siempre alcanzó para todos.

Todo en ella era especial, potente y rotundo. Su cuerpo fino y alargado contrastaba con esa contundencia en las obras de pintura, la cocina y la decoración cargada de colores.

Porota también me enseñó a tejer con dos agujas, el primer suéter que hice con ella era de color azul Francia, lo recuerdo como si en este instante lo tuviese en mis manos. Sencillo, de punto jersey y santa clara. El escote me lo hizo ella, porque era muy difícil para la primera vez. Nunca volví a tener esa sensación de importancia, como cuando mi abuela me probaba mi propia obra en el cuerpo.

Y hay más: Porota me enseñó a bordar. Y al verla con unos collares de perlas gigantes alrededor de su cuello delgado y largo, me predispuso a una coquetería diferente a todo lo conocido, así era ella. Su pelo rubio, muchas veces fue el juguete para ser su peluquera, que le ponía obstinados ruleros. No sé ni cómo lo hacía, pero sus pelitos cortos y delicados se enroscaban entre los plásticos y las pinzas para llegar a la hora de la misa o de los mandados con un volumen que intentaba aparentar más pelo del que había.

En cada uno de mis cumpleaños me hacía la torta, yo la elegía del libro de Doña Petrona, que para esa época era como el texto sagrado. Ese libro representó el deseo de lograr agasajar a la familia con comida. La autora definía aspectos de la vida hogareña con guiños secretos y consejos, una gurú de la buena ama de casa, propia de esos tiempos. Yo recorría las imágenes desde antes de saber leer, y saboreaba las tortas que se concretaban cada junio. Una de las últimas que me hizo tenía globos encima, Cuando la quisimos subir al auto para llegar al festejo, se nos cayó en la calle y la decoración fue completada con unas cuántas hojas secas de plátano. La levantamos rápido, nadie se enteró que comimos torta con caída.

Todo el arte que acompaña mi ser es de ella, eso volátil y tozudo en el pensamiento y esas ganas de hacer, también.

CLARITA

Mi abuela Clara vivió en Mendoza, estábamos lejos físicamente, pero los lazos de las abuelas con las nietas no saben de kilómetros, entonces, desde que nací estuvimos cerca. De ella heredé el amor por la docencia, fue maestra durante treinta años, todos la conocían. Yo no podía creer cómo, en una ciudad mucho más grande que mi pueblo, Clarita tenía tanta cercanía con tantas personas, cómo había podido llegar a vincularse con tantos alumnos.

Muy estricta, porque la vida no le fue fácil, creció sin mamá, rodeada de un papá muy cercano, recto y alto, el hombre más alto y flaco que recuerdo, el abuelo Luis. Sus bigotes y su traje negro fueron eternos.

Hoy puedo apreciar que mi abuela siempre resultó el sostén de su familia. Cuando yo era niña, percibía era su gran tarea, siempre estaba ocupada. Podía venir poco a visitarme, pero no me olvido del día que vino con una caja gigante con mi primera bicicleta azul, el regalo más importante que tuve.

Ir a su casa era una fiesta, era la persona más amorosa para recibir. Disfrutaba de sus tazas de porcelana, de sus platos decorados con dorado, no puedo creer cómo hacía tanta comida en tan poco tiempo. Sus recetas eran delicadas, tenían su sello. Y sus sabores están aún hoy en mis recetas. Las compartió hasta el final, porque siempre hacía cosas nuevas, ingredientes y combinaciones.

Su gran cuerpo no la enorgullecía, sí sus manos finas y sus uñas delicadas. Me decía que siempre lavaba los platos con agua fría para que sus manos no se estropearan. Por supuesto, me aconsejaba para que yo hiciera lo mismo. Nunca lavé los platos con agua fría, algunas cosas quedan. Otras, no.

 

 

EL ABUELO CARLITOS

El mayor abuelo que cualquier nieto puede soñar. Carlos Salvador fue el menor de muchos hermanos, tantos que no sé con exactitud cuántos, porque ni él conoció a todos. Las historias de la familia de mi abuelo eran tan jugosas, y formaban un relato entre lo irreal y las reconstrucciones libres, por falta de datos.

Mi abuelo fue carpintero, marido de Porota, por eso a veces le decíamos Poroto. Era un hombre muy sencillo, trabajador y decidido a hacer que la casa fuese un hogar. Siempre me decía que era maravilloso entrar y sentir olor a comida rica, olor a hogar me decía.

Me enseñó, con más que palabras. Por ejemplo, me pagó mi primer sueldo, un trabajo con el torno en patas de mesas bar, que se hacían en serie. Esas mesas eran vendidas en el pueblo y más allá de él. Yo agujereaba las patas y así me gané un par de zapatillas.

También me enseñó a fundamentar: si yo le pedía que me comprase algo, debía explicar por qué y para qué lo necesitaba. Yo creaba fundamentos cada vez más sofisticados y así tenía lo que deseaba -en general, insumos de librería- y él también.

Aprendí a manejar en su auto, un Fiat redondito de color naranja. Todos los días a la hora de la siesta él accedía a dar unas vueltas por los caminos rurales. La arena pesada hizo de esas tardes desafíos de coleadas con estilo. Después de muchos meses por el campo, llegó el momento de entrar al pueblo manejando: me emocioné tanto cuando vi a mi amiga Palu, que me subí a la vereda. Él no dijo nada, solo maniobró el volante desde su lugar. Siempre me dijo que manejar me daría libertad, y eso fue cierto. Vivir en un pueblo, en el medio de la nada, no permite mucho vuelo si uno no busca la forma de salir a tomar a aire. Manejo bien, soy cuidadosa, y cada vez que encuentro la ruta, su presencia se hace tangible.

¡Ah! Y, por si fuera poco, también me enseñó a usar su máquina de coser, yo iba a pasar tardes de costura con ellos y disfrutaba de la tarde y del encuentro.

 

NO ES NOSTALGIA

Los viajes a Mendoza, cuando ya adulta y madre, pude disfrutar de mi abuela Clara jubilada, me permitieron compartir muchos inviernos con Porota y Carlitos, en el auto, entre mate, pasteles y charla. O en el hall, como le llamaban al lugar que distribuía el paso a las habitaciones y al baño, donde la estufa a leña nos recibía. Con el tiempo, dejé de estar de acuerdo con todo lo que ellos decían o pensaban, pero no importaba. Los recuerdos son tan imborrables que los aromas de la latita con eucaliptus medicinal sobre la estufa y el té de mi abuela Porota estarán cerca siempre. Aún huelo los jazmines de mi abuela Clara, sus pisos rojos brillantes, los dulces caseros, las tardes en la carpintería con el abuelo Carlitos, que impregnaron en mí el aroma a aserrín, su delantal de carpintero y las meriendas de mate con leche.

Estuve cerca de sus tres muertes, que no fueron desgarradoras porque lo importante ya lo tenía conmigo, están dentro de lo que soy hoy. Agradezco haberlos tenido cerca, sin ninguna ostentación, sólo con el amor de los abuelos que potencian el ser.

 

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