El encuentro: sobre el placer que persiste en la retina.
Por Ana Blayer
Fotografías: Ana Blayer

 

«Cada curva del camino presenta una sorpresa»
Joaquín V. Gonzalez

 

VAMOS A ANDAR

Era un clásico preparar con anticipación el veraneo, algo así como viajar en familia a lo largo de todo el año hasta que finalmente se concretaba. A mediados de año mis padres y hermanos comenzábamos a proponer lugares: mar, montaña o sierras. Por ser la menor, me tocaba ir a buscar en las casas de provincia: mapas y sitios de interés para visitar. Todos esos ingredientes formaban parte del viaje hasta llegar al mes de febrero.

El día anterior a la partida había que llenar el tanque de nafta, revisar el aceite, el agua y las libras de las gomas -sin olvidar la de auxilio-, ceremonia que llamábamos tener el Citroën (la rana) a punto.

En la escuela, geografía era una de las materias que más me  agradaba: calcar mapas con plumín y tinta china, colorear al reverso el papel vegetal, ubicar ríos, relieves y cadenas montañosas. Recuerdo que la tía Chicha acostumbraba decir: “historia aprendes según quien la escriba, pero geografía cuando en el manual refiere a tal o cual cerro vas al lugar, ¡y lo ves!, ¡lo mismo pasa con un río!”.

Puente sobre el río Cacheuta

 

SORPRESAS EN EL CAMINO

Aquel febrero en la década del ‘70 el viaje fue a la región de Cuyo. Una de las excursiones –casi obligadas- era llegar al límite fronterizo entre Argentina y Chile, donde al pasar Puente del Inca y la localidad de Las Cuevas se llegaba al Cristo Redentor, en la provincia de Mendoza. Algunos kilómetros antes había comenzado mi inmensa emoción, la de  encontrar en ese recorrido el Cerro Aconcagua. La cumbre nevada, las aristas de la montaña parecían danzar con las caricias de las nubes.

Cuando vi el Aconcagua por vez primera, semejante mole, vino a mi mente aquella información aprendida en la escuela: la montaña más alta de América, mide 6.961 m sobre el nivel del mar, cada 180 m la temperatura desciende un grado.

Cerro Aconcagua

 

DULCE ESPERA LA DE AQUEL ENCUENTRO

Tras esperar nueve meses, a mediados de marzo del 2020, llegó Azul.  Recuerdo el llamado del flamante papá para avisar que todo había salido bien.

En esos días concurrir al hospital estaba muy limitado por la cuarentena. Pese a todo, gracias a la necesidad de acercar algunas cositas a mi hija –olvidadas por el apurón de aquella madrugada en que se internó-, pude conocer a mi primera nieta.

Hay imágenes que perduran en la memoria, sensaciones en mis brazos cuando la tuve alzada. ¡Mi mirada no daba abasto en ese feliz encuentro con una carita rozagante y tan serena!

El celular me permitió hacer una fotografía, tal vez la más inolvidable, cuando en aquel instante fui sorprendida por su manita tomada a la mía.

Mano de Azul

 

TODO LO PROHIBIDO ES DESEADO

Al comenzar el período en democracia – década de los ’80-, las librerías tímidamente volvían a exponer, sobre las mesadas y estantes, libros que la dictadura había prohibido. La guerra de nuestras Malvinas había finalizado y, meses más tarde, yo daba por terminada la residencia del profesorado elemental de enseñanza primaria.

En ese entonces, trabajaba en un Juzgado Nacional de Primera Instancia. A la salida del Palacio de los Tribunales, regresaba en una ocasión por Avenida Corrientes, mientras salticaba de librería en librería. En abril del ’84 compré “La Pedagogía del Oprimido”, de Paulo Freire, libro que, previa dictadura, ya había estado entre mis manos en los años setenta. La flamante adquisición me llenó de alegría por volver a subrayar y generar un nuevo vínculo.

Paulo Freire

En esos años, frecuentaba  una casa de artesanías, “Yuchán” -Defensa e Independencia-, en el barrio de San Telmo. Coty y Juanjo tenían ese calidísimo lugar donde exhibían piezas únicas, en su mayoría del NOA y NEA argentino. Mi llegada allí fue de la mano de Ana María –amiga y compañera de trabajo-, hermana de Coty, con quienes pasábamos tardes y tardecitas abrigadas por barraganes, ponchos, máscaras, mantas y mates calentitos con facturas. Era San Telmo un barrio muy visitado por turistas de todas partes del mundo, quienes entraban a recorrer las distintas salas y se entablaban amenas charlas con intercambios de ideas e ideales.

En junio de 1985 la CEAAL* organizó el Primer Congreso de Alfabetización de Adultos en Buenos Aires, y “Yuchán” fue anfitriona en la inauguración de ese evento. Aquel día, en la casa de Coty, ella amasaba los discos para empanadas que hábilmente estiraba con un palote de palo santo, Ana y yo las rellenábamos y cerrábamos con el repulgue y, por último, las bandejas desfilaban al cuidado de Mary, para hornear. El mate iba y venía de mano en mano cuando, casi a la tardecita, llevamos alrededor de seiscientas empanadas en pesadas bateas hasta Yuchán.

 

UN ENCUENTRO MUY PARTICULAR

Para las 21 todo estaba casi listo. En ese momento, alguien dio el  aviso: ¡ya está!, ¡ahí viene!

Me acerqué a la puerta abierta de par en par y tuve el lujazo de haber sido la primera en recibir y sostener sobre mi brazo su piloto, y en darle la bienvenida a la mirada y emotiva sonrisa de Paulo Freire. Aplausos, luces, música, máscaras chané y toba saltaron de alegría hasta pasada la medianoche.

Autógrafo Paulo Freire

Pero esto no terminó allí. Juanjo Rossi, como parte de la organización, me obsequió su lugar para el día siguiente a media mañana, momento en que Paulo Freire daría una conferencia de prensa, en la Avenida Callao y Paraguay. Llevé mi libro: “La Pedagogía del Oprimido” y, al finalizar la conferencia, me acerqué a Freire, quien tras preguntar mi nombre me lo firmó.

Un sustantivo que, aunque “común”, el encuentro, es el que me arrima a la instancia de los placeres, como fue haber sentido la ternura del nacimiento de mi primera nieta. El encuentro me liga a las emociones, tal como la de aquella noche, en la cual disfruté de estar tan cerquita del reconocido pedagogo Paulo Freire. Y también el encuentro me genera nostalgias por lugares donde he estado, paisajes y caminos que me han sorprendido y que hoy recuerdo gracias a un álbum colmado de fotografías.

El corazón se aceleró un poco más de lo normal, mi vista no daba abasto por cada paso que ascendía. La cámara entre mis manos cargaba el tambor y disparaba un click tras otro.  Pero llegó a un instante donde hice un giro para detenerme en una panorámica. Entonces, dejé que mis ojos recorrieran con emotivo sigilo cada piedra, las diferentes construcciones y aquellas terrazas laboriosamente trabajadas sobre la ladera del cerro, que los antiguos Incas nos dejaron en el majestuoso Machu Picchu.

Es semejante a lo que escribió el nonogasteño, Joaquín Víctor González, en su libro “Mis montañas”. Así perciben mis sentidos cuando traigo al presente algunos encuentros. Es mi estilo darle rienda suelta a cada una de mis curvas  para que la vida me colme con  sorpresas.

*CEAAL: Consejo de Educación de Adultos para América Latina

 

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