El apego: sobre el afecto a lo material.
Por Ana Blayer
Fotografías: Ana Blayer
DE CHIQUILINA TE MIRABA DE AFUERA
Que la plata va y viene es tan viejo como andar a pie.
En octubre de 1980, compré la primera cámara con mi propio peculio. Recuerdo que le pedí a mi padre que me acompañara hasta la calle Libertad. Muchas veces había pasado frente a la vidriera donde lucía una Pentax ME Super. Pero, bueno, el dinero no me alcanzaba, me acababan de nombrar en el trabajo y apenas había cobrado el proporcional a quince días del pasado mes de septiembre. Por supuesto, mis padres me ayudaron con lo que me faltaba y ese dinero se los devolví cuando percibí mi siguiente sueldo.
Esa tarde conté una, dos, tres veces los billetes. El taxi se dirigió por la calle Bartolomé Mitre hasta doblar por Libertad y, a pocos metros de cruzar la avenida Corrientes, descendimos. Mi corazón latió más rápido que lo normal. A su vez, mi padre compartía mi alegría por comprar un maquinón -último modelo- para aquellos años.
Entramos al pequeño local, donde el vendedor ya me ubicaba, dado que cada vez que pasaba por allí me detenía a mirar con la ñata frente al vidrio. Un día preguntaba el precio, otro qué tipo de enfoque y lente tenía la Pentax.
LA FELICIDAD ENTRE MIS MANOS
Una vez que la afortunada compra se concretó, el segundo paso fue anoticiar lo más rápido que pude a Ernesto Garrido, mi tío Poroto. Así, ese sábado por la mañana llegué a su negocio en el Pasaje Salala, barrio de Flores. Tras compartir mi alegría, mi tío me indicó algunos detalles a tener en cuenta y, prontamente, todo consistió en cargar y disparar a la nada, una música que me llenó de placer. Luego, tenía que intentar hacer foco y, cuando Poroto advirtió que yo le tomaba la mano al asunto, me explicó cómo poner el rollo y verificar que estuviera bien colocado: el secreto estaba en la manivela.
La primera toma resultó inolvidable: mi tío salió de atrás de su escritorio y caminó hasta puerta del local, mientras me indicaba otros asuntos a contemplar: el diafragma y la velocidad que, junto al ASA (sensibilidad) de la película, formaban la “trinidad perfecta”.
Otra vez, mirar por el visor y hacer una recorrida panorámica, como cazador que busca la presa. Mi tío se quedó quieto con su mirada dirigida hacia la cúpula de la Basílica San José de Flores, y le disparé. Su cabello canoso, sus lentes y la sonrisa natural que ofrecía su perfil me permitieron un retrato inolvidable.
Las doce tomas del rollo fueron tiradas en pocos minutos con disparos a la vereda, al aire, a un farol y a la perspectiva que el mismo pasaje Salala ofrecía.
QUE PASE EL QUE SIGUE
Durante unos cuantos meses, toda la familia posó frente a mí. Mi madre, por ejemplo, se cambiaba de vestido o blusa y se pintaba los labios para ser fotografiada. Me divertía jugar con la profundidad de campo que en aquellos años se imponía como moda: desenfocar el fondo con dos de las herramientas de la trinidad: la velocidad y el diafragma.
El zoológico, el jardín botánico, el amado Parque Lezama, sitios prohibidos durante la dictadura, como las estaciones ferroviarias y los puentes, todo espacio era una oportunidad para fotografiar y un desafío a hacer una toma con gran rapidez.
OCHENTOSOS DE ORIGEN
A diario, viajaba en el tren del Sarmiento hasta Morón. Había una compañera con quien muchas veces coincidíamos en el mismo horario y vagón. ¡Ay! en cuántas ocasiones le habré pedido a Graciela que mirara a la nada por la ventanilla, mientras yo sacaba una y otra fotografía.
NOVENTA, POR LA MITAD
Hubo unos años donde la tarea de fotografiar lo cotidiano, los viajes, las maquetas de los alumnos de Diseño de la cátedra del Arq. Echavarría en la Universidad de Morón comenzó a entreverarse con otros caminos, algunos de carácter social y escolar. También se sumaron las colaboraciones para revistas como “El Machete”, dirigida por Silvia Frankrajch y “La Marea”, Revista de Cultura Artes e Ideas, con la dirección de Racedo, Brega y Prada.
Pero voy a detenerme en la fotografía escolar: había que coordinar una fecha, entregar los sobres a la cooperadora para que los repartieran a cada alumno, fijar el día de las tomas y, finalmente, la entrega de las carpetas y un llavero de recuerdo.
LA MALA PASADA
La fotografía escolar requiere paciencia, tacto, observación y el disparo certero, más allá de la espontaneidad de los niños y niñas que ese día van con el guardapolvo casi impecable y peinados de dos colitas o trenzas muy cuidadosamente traídas desde la casa. En mi caso, debía llevar un trípode y bolso con la cámara, el flash y los rollos de película.
Aquella tarde ya habían pasado más de cuatro o cinco grados delante de mi cámara y ya llevaba hechas alrededor de unas ciento veinte tomas. Entre un grado y otro, cambiaba el rollo. En eso, sentí un ruido extraño. Con extrema precaución, arrastré la palanca de carga y, sin forzar, algo me dijo: “por hoy, basta”. Recuerdo haber conversado con alguien de la cooperadora acerca del inconveniente y plantear una nueva fecha para fotografiar los grados que aún quedaban pendientes.
CUADROS AL SACRIFICIO
Esa tarde, después de la salir de escuela, fui directo a la casa y taller de Enrique Rogers. Al entregarle la Pentax para que la revisara, me dijo:
– Hay que sacrificar los primeros cuadros del rollo.
Al abrir -cual cirujano-, la cortina estaba trabada. Me miró y me ofreció una de sus cámaras para que terminara mi trabajo en la escuela.
Al llegar a casa, no pude menos que largarme a llorar. Aquello significaba un corte con la cámara con la que, durante más de una década, fuimos como siamesas. El proceso de desapego resultó duro. Pentax era mi escudería. Y, aparte, no tenía el dinero para salir a comprar una cámara nueva.
Avisé la Cooperadora de la escuela que había tenido un problema con la cámara y que suspendía mi ida al día siguiente. En el interín, “La Fox”-mi amiga, Ana Fox- se enteró de lo ocurrido y esa noche me llamó a casa. Le comenté que estaba desesperada y ella, con alta frescura, me dijo:
– Blayercita, no te preocupes, fíjate cuánto sale una cámara que te presto el dinero que te haga falta.
TUBAZO DE LIBERACIÓN
Así fue cuando telefoneé a Enrique para que me asesorara en la compra de una cámara. En aquellos años, él -un precursor en ese terreno-, me proponía que tuviera una cámara digital y una analógica. Más allá de la sugerencia lo cierto es que, en menos de setenta y dos horas, me hice con una Cannon entre mis manos, mientras que la (mi) Pentax quedó por años exhibida en una vitrina.
“Y el río pasa,/ lleva,/ algo nos deja/y algo se va.”
“La Isla”, Chacho Müller