La potencia: entrevista al escritor Fabio Morábito.
Entrevista: Lourdes Landeira, Viviana García Arribas, Carlos Coll, Nicolás Sada
Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Ana Blayer
“Una sombra en el clima del ojo /es a medias su luz; / el mar sondeado irrumpe sobre una tierra sin arpones. / La semilla que del lomo hace una selva /
divide en dos su fruto; y la mitad se escurre / lenta en un viento dormido.”
“Un cambio en los climas del corazón”, Dylan Thomas
Un convidado del instante desgarra el aire y, de un coletazo, lo libra del mero transcurrir. Hay algo arcaico en ese cuerpo sinuoso, una huella de antiguas huevas, de lenguas disputándose el primer jadeo, de frases despuntadas entre valles de lodo.
Bien mirado, el pez se sacude al viento con su plata irregular, a causa de una breve aleta rasgada en una riña muy profunda y apenas repuesta al sol. Desatornillado del curso del cardumen, el animal estaría completamente solo, si no fuera por el hombre que, aferrado a la baranda de un barco carguero, de pronto, sin moverse, pierde pie.
Súbita familia entre una sacudida de escamas y soplos y una rajadura en el calendario de la mirada. Repentino, gradual y progresivo, en un leve recorte del tiempo, el encuentro es un alivio momentáneo para inmensas orfandades. Tan en confianza se siente el imprevisto pez, que piruetea un círculo en la altura, como urgido por fantasmas de previos saltadores, ¿quién anduvo en este aire antes que yo?, ¿quién ha fondeado esta brisa en anteriores mares?
Aunque no hay palabras de un segundo, sino solo una frágil distracción en la lisura del océano. Una picardía muda y llena de sentido, una trapeada a fondo sobre la uniformidad del viento.
Y, al instante siguiente, inerme, balbuceante y cómplice, el viajero se restriega los ojos y serpentea en busca de un brote, de una punta desovillada en alguna palabra. Pero el pez ya está muy lejos, enredado en otros climas, complicado en otros saltos. Y el aire se reacomoda en su conocido cortejo de sustituciones: cuentos por madres, versos por cunas.
Y el hombre se aferra, como al comienzo, al frío de la baranda. Mira al suelo, al horizonte, tantea dentro de sus bolsillos alguna señal de su nombre. Y, cuando el tiempo cede, se pronuncia, se traduce y dice: fue una flecha plateada desde el abismo. En ese temblor sin sombra, encontramos la palabra de Fabio Morábito.
ELOGIO DE LA HUELLA
(…) y cuando me levanto para dar dos pasos, viendo mis huellas que se imprimen en la arena, pienso que esas pisadas mienten, que ya no piso así desde hace no sé cuándo; son huellas de otro que sobrevive en mis pisadas, pues las mías son mucho menos elocuentes”
“Alguien de lava”, Fabio Morábito
En tus textos, es muy recurrente el encuentro con personas y con objetos desconocidos, un tema que charlamos también con Carlos Skliar, un escritor argentino. A veces, ese encuentro hasta tiene un tiempo propio, como en “Piazza Gimma”: “en esta hora en que la gente es más repetitiva, más inconexa interiormente, más llena de depósitos antiguos, observo a la mujer que siempre sale en bata en el octavo piso con su taza de café, rubia matrona amante de la vida que echa una ojeada al mundo mientras toma dos o tres sorbos breves y después, con gesto erótico, sacude la tacita para remover el fondo azucarado que le ofrece el mejor sorbo, el último, el más dulce.”
Es una situación vital que siempre me ha llamado la atención. A menudo es con los desconocidos con quienes uno se abre más fácilmente, dice y hasta confiesa cosas que nunca se atrevería con amigos o gente cercana. El visitante siempre me atrae. Es quien, de pronto, descubre una libertad inesperada para decir cosas que no encuentra en la rutina diaria, donde todos tenemos nuestras estrategias más o menos fortalecidas, nuestras defensas. Algo de esas defensas cae ante alguien desconocido. En cuanto a los objetos, estamos rodeados de objetos que son meros instrumentos a nuestro servicio y tendemos a no verlos porque son como una extensión de nuestro cuerpo. Pero, cuando dejan de ser instrumentos- por ejemplo, cuando ya no sirven o se estropean-, paradójicamente, empiezan a tener una vida propia y nos permiten ver. A mí me sucede así: por un estado anímico mío especial, por un desperfecto o por un cambio de lugar, los objetos empiezan a cobrar otro rostro.
Muchas veces, estos extrañamientos ante las cosas están asociados a una memoria. En el poema “Oigo coches”, leemos: “Me alegro cuando un auto, enfriado por la noche, recuerda el fin de la combustión”. También sucede así en “La mesa”: “A veces la madera de mi mesa tiene un crujido oscuro, un desgarrón difuso de tormenta. Una periódica migraña la tortura. Sus fibras ceden, se descruzan, buscan un acomodo más humano. Es la madera que recuerda viejos brazos. Y que recuerda que reverdecían”.
Es un animismo que le impone el poeta a las cosas para hacerlas más vivas. Sí, la madera cruje. Y, poéticamente podemos asociar ese hecho a una especie de memoria: el bosque no ha muerto del todo y entonces el mueble, aparentemente domesticado, logra recordar ese origen.
Otra entrevistada nos contaba que, en una cierta tradición de Japón, las cosas rotas y reparadas tienen más valor que las nuevas, justamente, porque señalan el uso, la historia…
No lo sabía. Creo que aquí es al revés, son cada vez menos las cosas que se reparan, tendemos más bien a desechar. Me da gusto saber lo que me decís. Aunque no soy conocedor de la cultura japonesa, entiendo que ese gesto tiene un sentido, claro. A un objeto construido en serie, unas manos que lo reparan le dan una mayor cercanía con la humanidad.
Lo pensaba por la potencia de las huellas- propias y ajenas- en tu poema “Mudanzas”, “A fuerza de mudarme he aprendido a no pegar los muebles a los muros, a no clavar muy hondo, a atornillar sólo lo justo. He aprendido a respetar las huellas de los viejos inquilinos: un clavo, una moldura, una pequeña ménsula, que dejo en su lugar, aunque me estorben. Algunas manchas las heredo sin limpiarlas, entro en la nueva casa tratando de entender, es más, viendo por dónde habré de irme”.
Sí. En ese poema, más que de objetos con una sustancia propia, se trata de huellas, de señales de los antiguos moradores y, también, de recordatorios de lo transitoria que es toda vivencia. Por esos objetos, sabemos que al irnos dejaremos otros que serán contemplados o vividos por aquellos que siguen. Así se da una cadena de huellas, en un recorrido, donde nosotros somos un eslabón más.
CON LA COPA LLENA
“Ángel negro, / cada árbol / lucha por llegar hasta la luz.”
“Veredas”, Susana Villalba
Hay otra recurrencia en tu poesía y en tu prosa, y es la idea de que las raíces muy plantadas o las identidades muy fijas son peligrosas ¿cuáles son los mayores peligros que ves hoy en esas identidades inmóviles?
En eso tiene que ver mi historia personal. Llegué a México a los quince años, dejando Italia. Regresé allá en distintos momentos y descubrí el profundo provincianismo europeo, la incapacidad para entender algo que está afuera de su geografía, incluso, su indiferencia a otras latitudes. Mis parientes y amigos europeos me hacían dos o tres preguntas de cortesía sobre México y ya empezaban a hablar de problemas, tan banales para mí y tan importantes para ellos. Hay sobradas pruebas de la mentalidad profundamente colonialista del europeo, De ahí viene mi desconfianza a las raíces profundas. Y luego, claro, el temor al fanatismo. De hecho, la palabra raíz me pone siempre muy nervioso, porque suele ser común en los discursos nacionalistas y patrioteros. Y muchos de ellos desembocan en males bien conocidos. Por otra parte, la gente remite a esa imagen del árbol afianzado en el suelo, pero olvida que las ramas se afianzan en el cielo y que son el dibujo, la reproducción exacta de las raíces. Entonces, para hablar de raíces, debemos hacerlo en ambos sentidos: aquello que se abre hacia nosotros y aquello que se sumerge.
Hay una figura intermedia entre la copa y la raíz, el rizoma, que crece a nivel de superficie, es arbórea y se diversifica a nivel superficial, tanto como la copa. Hace unos años se había puesto de moda porque de ella hablaba mucho Deleuze.
Claro, y es curiosa, como la enredadera, que me parece un vegetal muy atractivo porque uno no encuentra su soporte, ¿dónde arraiga una enredadera? Pues no arraiga, se disemina, se esparce.
Esa pregunta me remite a otro tema que también nos interesó mucho, el de las cosas y las causas primeras, que siempre se escurren, como en un poema de “lunes todo el año”: “aunque jamás se llega a lo más simple de una silla, se puede empobrecer la silla más modesta, quitarle siempre un ángulo, una curva, nunca se llega al arquetipo de la silla.” O, como ocurre con Ruso, el personaje de “La vida ordenada”, que siempre se desencuentra con quien lo busca. Y, ya que hablamos de causas primeras, también le das luz a las presencias últimas: el perro que queda cuando se va el circo, los últimos paseantes que merodean la plaza…
Sí, tal vez, se trata del mismo asunto del que conversábamos al referirnos a los objetos cuando se estropean: tanto en el comienzo como en el final muestran una vulnerabilidad, que luego ocultan. Y es en esa vulnerabilidad donde uno puede dialogar con ellos o entenderlos mejor. Creo que la cosa va más por ahí que por una melancolía, en la que no me reconozco mucho.
TERREMOTOS EN LA VOZ
“Pero sólo una voz herida es una voz audible.”
“Alguien de lava”, Fabio Morábito
Vamos al tema de este número Anartista, ¿qué es la potencia para vos?
Es un término que me remite a la poesía. La poesía potencia el lenguaje, lo transforma radicalmente. El lenguaje es una simple herramienta que no vemos en nuestro uso común, y la poesía lo vuelve protagonista. Pero, ¿cómo se les ocurrió ese tema?
En el filósofo Spinoza, a quien estuvimos estudiando, es un concepto central. Cada uno es un grado de la potencia del todo, una potencia totalmente efectuada, no potencial. Y ya que lo preguntás, lo relaciono con una imagen que, aparentemente, estaría en las antípodas de esa completud spinociana: la falla, una imagen también muy atendida en tus textos ¿Cómo pensás esas dos intensidades, la de lo carente y la de lo completo, aunque no total, la de lo dolido y la de lo alegre?
No se excluyen necesariamente. Lo veo más bien por el lado del sentido, hay un poema mío sobre el coro, donde digo que solo una voz herida es una voz audible. Oír esos coros tan sin fisura es oír una expresión de la salud de la voz ¿no? La voz individual, reunida con otras, da un resultado tan intenso y potente. De todas maneras, quien canta en un coro -yo lo hice de niño- siente que, de algún modo, está traicionando a su voz. Él es un instrumento que agrega un plus a esa voz comunitaria que suena terriblemente bien, pero su voz no se oye, se oye el conjunto. Para que la voz individual se escuche tiene que ser sustraída de cualquier coro y, como tal, es una voz peculiar que revela una serie de limitaciones y características que podemos asociar con la herida o con la falla, en tanto que todo individuo es un menos frente al rebaño. Pero no veo la falla como una desgracia, sino como un vínculo secreto, igual que ocurre con una falla tectónica, que contribuye al reacomodo de todo el planeta. Evidentemente, lo hace a un precio muy alto, porque hay terremotos y todo lo que ellos suponen, pero la tierra no puede estarse quieta. Y, si no hubiera fallas tectónicas, quizás el planeta explotaría de tan encorsetado. Es decir que, gracias a esos movimientos, la Tierra puede respirar y seguir adelante. Entonces, las fallas, las heridas, las enfermedades no son necesariamente excluyentes u opuestas a la alegría, sino que ambas dialogan. Y la alegría, a su vez, es aquello que puede fructificar a partir de una disminución. Si no, sería solo una especie un automatismo.
¿Existe una voz individual? Me viene la figura de la cuerda en tu libro “Caja de herramientas”. Allí la cuerda en sí no es nada, sino una reunión de muchos hilos. Pensaba si no es igual con la voz, si no somos siempre parte de una multitud, como ocurre en el coro.
Claro. Es una trenza de fibras que vienen de otras partes y que, además, es transitoria. La voz no se fija de una vez por todas, va cambiando, madurando y siempre es la huella de un tránsito. Así la veo. Y la cuerda me trae otra vez a la enredadera. De hecho, “Caja de herramientas” surgió a partir de intentar responder a la pregunta acerca de cómo surge una cuerda, dónde está el pequeño suelo en que arraiga ese tronco que es la cuerda. De repente, parece surgida de la nada. Es un misterio, como la voz.
COMO AGUA DESMENUZADA
“Me volví de bruces y desmigué entre los dedos hongos tan blandos que mi boca comenzó a llenarse de agua. Fui avanzando a rastras hasta el pequeño valle de sombra debajo de la piedra.”
“Herbario”, Lygia Fagundes Telles
Ya que vamos a “Caja de herramientas”, pensaba en que el agua es el elemento que se vincula con casi todas las herramientas. Hace familia con los restos, disuelve, se curva, cambia el rumbo. Es interesante cómo se vincula con la esponja.
La esponja retiene al agua como ninguna otra cosa, detiene al agua en acción. En cambio, una vez que un recipiente retiene al agua, la mata, la inmoviliza, la obliga a su forma. En cambio, dentro de la esponja, el agua sigue respirando, ha sido frenada en una especie de aduana donde le piden sus credenciales y ya se quiere ir. Es entonces un agua más cercana y fraterna. Ese es un poco el milagro de la esponja que, en su estructura, es la apoteosis de la vinculación: está hecha de galerías interminables, conectadas con otras de una manera frenética y obsesiva, hasta que se pierde la idea de una galería central. Todo es el desmenuzamiento del desmenuzamiento del desmenuzamiento. Pareciera que, dentro de la esponja, el agua se encontrase en un estado orgásmico. Tengo la sensación de que, cuando el agua tiene la suerte de encontrar una esponja, ha de sentir como si le hicieran un masaje maravilloso. Es un objeto mágico. La esponja, la cuerda y la lima me convencieron de que valía la pena escribir sobre las herramientas.
De ese libro sumamente disfrutable, tengo mi herramienta mi preferida, la tijera. Sobre todo, en sus referencias al tiempo: Aborrecen el presente, el verbo estar y el paisaje. Están envenenadas de futuro. El futuro es su método. «¡Más adelante, más deprisa, más al frente!» “. ¿Cómo pensás que el futuro desaloja el presente hoy?, ¿cuáles son las maneras singulares en que el presente que vivimos en Latinoamérica es desalojado por el futuro?
Es imposible vivir el momento. El carpe diem es una consigna muy atractiva, pero imposible porque estamos hechos para vivir en una proyección constante. Nunca me sentí sumergido en un instante. Aunque sí, ha habido dos o tres momentos, a los que llamaría, de epifanía. Recuerdo uno que sí me hizo sentir el instante presente. Yo estaba en un barco carguero, el océano totalmente liso. Mientras miraba esa lisura, surgió de repente un pez volador y se volvió a hundir, una especie de flecha plateada que surgió del abismo y volvió a sumergirse en él. Parecía que hubiera hecho para mí ese pequeño salto. Fuera de ese y quizás otros momentos muy contados, el instante se me va todo el tiempo, no lo puedo apresar. A su vez, el presente me parece una convención donde estamos siempre poniendo el pie en la siguiente piedra para cruzar el río. Nunca estamos realmente en ningún sitio.
Bueno, si una vez te pasó, quiere decir que es posible. ¿Será tan poco frecuente porque somos así, de fábrica, o será que la cultura ha hecho algo en ese sentido para estar siempre un paso más delante de donde estamos o, en el caso de la nostalgia, un paso más atrás?
Tal vez dependa del lenguaje. Somos seres de lenguaje y este nos desarraiga fatalmente del presente, por eso quizás nuestra fascinación por los animales, libres de lenguaje. No sabemos qué pasa en la cabeza del animal, y sospechamos que están mucho más vinculados al momento presente que nosotros, libres de esa permanente proyección que es el lenguaje. Creo que de ahí viene nuestra tragedia, somos animales que no pisamos nunca del todo nuestro suelo, el lenguaje nos lleva siempre a otro sitio, más adelante.
MOTITAS HUÉRFANAS E INMORTALES
“El trapo existe porque existe lo trunco y esquinado del mundo”
“El trapo”, en “Caja de herramientas”, Fabio Morábito
Otra herramienta maravillosa es el trapo y sus ilusiones con una limpieza total. Frota y frota para llegar a la cosa original, ¿y si no existiera la cosa original?, ¿para qué pasaríamos el trapo?
Buena pregunta. En la pandemia ya no nos visita la señora que hacía la limpieza y con mi mujer volvimos al trapo y a la experiencia absurda de trapear una mesa, por ejemplo, sabiendo que el polvo quitado, seguramente, va a caer en otro lado. El polvo es inmortal, esto es algo que aprendí en la pandemia. Quitarlo es una ilusión, no lo quitamos, lo movemos de lugar. Nos quedamos con la mesa efectivamente limpia y, a las pocas horas, otra vez se llena de polvo. Visto por fuera, por alguien que no sabe qué significa trapear, ese movimiento de frotación parece el de querer escarbar, buscar algo secreto. Pero la cosa original no existe, claro. Y si existe, siempre se aleja. Por más que frotemos, lo único que vamos a lograr es adelgazar la mesa cada vez más, y nunca habremos llegado al arquetipo de la mesa. Pero es tan importante la idea del arquetipo, de que hay algo original… ¿podríamos vivir sin esa noción? No lo sé. Tal vez es una abstracción que nos hace concretos, que nos da una sensación de realidad.
¿Cómo se vincula esa idea imaginaria de un arquetipo, de un origen, con tu Alejandría natal?
Bueno, ese es un original mítico y, como tal, no existe. Yo dejé Alejandría a los tres años, llevándome algunos recuerdos de esa ciudad, que después se fueron desvaneciendo, a tal punto que uno empieza a dudar de su autenticidad, no sabe si son fruto más bien de charlas o del modo en cómo funciona la memoria. Así y todo, tengo certeza plena de que algunos recuerdos fueron reales, hay imágenes de esos primeros tres años que permanecen en mí como algo vivido en un espacio que nunca fue mío. Al regresar a Alejandría, con mi mujer y mi hijo, estuvimos tres o cuatro días y en ningún momento pude hacer corresponder la mitología familiar con lo que veía.
Y eso sucedió por razones muy concretas: yo nací en una Alejandría muy europea y la familia tuvo que salir de Egipto -como muchísimos europeos- porque el país se nacionalizó, se arabizó. Cuando regresé, en ese breve viaje, me encontré en un sitio que ya había perdido cualquier huella de lo que me habían contado. Igual, creo que, aunque la ciudad hubiera mantenido la misma apariencia, me hubiese encontrado descolocado. Mi espacio mental era inventado, un poco ficcional.
Me recuerda un poco a los “Cuentos populares mexicanos”, esa proeza de casi seiscientas páginas, donde vos reescribís historias, llenas de situaciones míticas. Me llamó mucho la atención la cantidad de cuentos con personajes huérfanos y haraganes. Los primeros, por ese origen que parece no llegar nunca y, los segundos, más vinculados al sentido del deber del trabajo, la producción y la pobreza.
No había notado esa importancia que destacas, pero sí, es cierto. Allí juega mucho la cuestión del ingenio, en relación a cómo se las arregla el haragán por seguir siéndolo y obtener lo que los otros consiguen a través del trabajo, una figura muy simpática. Generalmente, a los haraganes les va bien en los cuentos populares, porque remarcan ese sueño de poder vivir sin esfuerzo, algo tan admirable, como el ingenio y la astucia en los tramposos.
¿Y el huérfano?
Creo que sin orfandad no habría cuentos. Trato de imaginar cuál fue el primer cuento que se le ocurrió al ser humano, qué fue aquella experiencia que consideró digna de relatar a otros bajo la forma de una ficción. Probablemente, debió de ser una experiencia relacionada con una pérdida irremediable, una orfandad que obliga al ser humano a inventar algo, un sustituto para poder seguir adelante. Cuando perdemos a nuestros padres, nos quedamos totalmente inermes y, sin embargo, hay que voltear hacia todos lados para encontrar sustitutos en las cosas que nos rodean, echar mano a nuestras habilidades y valernos por nosotros mismos. En ese sentido, los cuentos son instructivos de vida. Leemos un cuento, aun el más abstracto y el más psicológico, para armarnos de una habilidad que en algún momento nos puede servir, robamos experiencias ajenas a través de la literatura. Si no, creo que no leeríamos. Leemos para ser más listos, más astutos de lo que somos porque tenemos miedos, sabemos que la vida es difícil y lo que les ha pasado a otros, eso que viene en los cuentos, nos puede servir a nosotros.
RECONCILIADOS CON EL MAR
“mi madre ya no ha ido / al mar / es todo lo que sé / y no llevarla es no reconciliarme / con el mar, no ver el mar / como se ve después de niño / no ver cómo es mi madre ahora y no saber nada de mí mismo”
“Mi madre”, Fabio Morábito
Me hiciste acordar a tu “comunión de muertos” en el poema “Sollozos”: “por eso llego tarde al llanto de los otros, vengo con otro llanto en la garganta que suelto entre los cuerpos húmedos y veo cómo se prende en cada lágrima, se enrosca, crepita en cada uno, y soy el único que sabe que es mi desdicha la que están llorando, que están llorando por mis muertos y me regalan sus sollozos”. En otro texto también decís que a los muertos hay que mantenerlos juntos, contenidos. Es una idea de la muerte bastante distinta a la que hay en “Mi madre”, donde leemos “mi madre ya no ha ido al mar”. Acá la muerte parece algo incluido en un ciclo de la existencia, no algo ante lo cual precaverse, como frente a un peligro.
Tal vez no se excluyen. Si la muerte no nos diera miedo, no sería completamente muerte. Es decir, viene con su cortejo de temores. Si no fuera así, sería bastante banal, simplemente el segundo después de que ya dejamos de respirar. Siempre está presente y siempre estamos dialogando con ella. El hecho de que los muertos estén en su lugar, que no dejemos que se acerquen demasiado -una verdad universal, por otra parte- no significa que los excluyamos y mucho menos, pasarlos por alto. Todo lo contrario: queremos mantener ese diálogo, pero guardando la distancia, para no convertirnos en uno más de ellos.
México es un lugar muy particular en relación a este tema, ¿no?
Sí, pero te confieso que el tema de la muerte en México se ha vuelto un poco folclórico, es sobre lo que todos hablan. El Día de Muertos, que es una fiesta muy linda en México, sí se siente un tratamiento muy desparpajado con la muerte. Pero no diría que un mexicano vive la muerte de un modo distinto a como la vive un argentino, un italiano o un inglés. En el trajín cotidiano, es lo mismo. Hay, efectivamente, un costado folclórico de la muerte donde el aspecto risible de la vida está mucho más acentuado. Sin embargo, en la psicología del mexicano, esa idea de que la vida no vale nada, esa identificación con el ranchero que puede matar o puede morir a sangre fría porque la vida no vale nada, actualmente, no deja de ser un motivo más bien literario.
CUANDO SUENA EL SEGUNDO
“Allí donde se embriagan / los cuerpos de los amantes / tu vientre aceptó la gota inicial /y un nuevo habitante / se enroscó en el secreto de tu carne.”
“Raíz de rocío”, Mia Couto
Pensando en los originales y en las copias, tus “Cuentos populares mexicanos” son una reescritura de cuentos que leíste en otras versiones. ¿Cuál es para vos el valor de lo nuevo para reescribir lo ancestral?
Un punto crucial de toda la cuentística oral mundial es que no existe un original. De hecho, muchos cuestionan algunas investigaciones que tratan de ubicar el origen de cierto cuento y dibujar su recorrido hipotético desde alguna aldea de la India, por ejemplo, hacia Mongolia para luego pasar a América. Es imposible encontrar ese fondo, ¿cómo juzgar, además, entre los cientos de variantes de la historia, que una de ellas es más auténtica o prístina que las otras? Todas ellas son palimpsestos de variantes. Todos esos cuentos son internacionales. Lo propio de ellos es su inmigración permanente y en cada lugar se aclimatan, toman sabores y olores locales, pero mantienen su esencia. Por eso podemos encontrar, tanto en la selva tropical peruana o mexicana, la historia de Hansel y Gretel, la misma que los hermanos Grimm contaron en un clima nórdico. Sin saber yo nada de cultura popular, esa fue la primera verdad que tuve que aceptar: no hay original, todo es una sucesión de variantes en donde siempre se añade algún elemento que enriquece la historia. Puede que lo empobrezca también. Hay narradores orales con talento, que encuentran unos atajos maravillosos que, incluso, a veces derivan en nuevas historias. Y también los hay desastrosos.
Lo nuevo no es necesariamente un valor en sí.
Exacto. Y creo que, en los cuentos populares, lo novedoso es lo que menos se busca, porque la fuerza de esos cuentos -no escritos, sino narrados oralmente- está en la pericia del contador, pues quienes escuchan esas historias ya las han escuchado muchas veces y se dan el lujo de corregir al propio narrador si olvida algún elemento. Así, la historia es un poco de todos. Entonces, se busca más bien la recreación bien hecha sobre la forma que uno ya conoce y con la cual se ha encariñado, antes que la originalidad.
Varias veces nombraste la palabra escuchar, una acción muy importante en todos los textos tuyos que leímos. Relacionás la escucha con un estado de atención, muy parecido a la vivencia de lo poético.
Hace tiempo me llama la atención cómo somos cada vez más incapaces de escuchar, nos cuesta cada vez más trabajo prestar atención al otro, aunque queremos que nos oigan, es como si tuviéramos una especie de deficiencia del oído. Hay que inventar situaciones especiales, como este encuentro o una mesa redonda o un conversatorio, para recuperar algo que quizás en otro momento era mucho más natural, espontáneo. Se nota mucho en los diálogos de la narrativa contemporánea, tan diferentes de aquellos que aparecen en la novela decimonónica, como en Dostoievski. Ahora es impensable, interrumpimos, nos distraemos, preguntamos o contestamos mal. Los diálogos de Raymond Carver, por ejemplo, son casi todos diálogos fallidos: uno cree entender algo o cree que el otro entendió algo y, a partir de allí, se empieza a ver esa gran dificultad para comunicarse que se trata de suplir con gestualidad y otros recursos. En la narrativa moderna la gestualidad es mucho más rica que en la literatura decimonónica y creo que es porque, a través de la mirada, un gesto o el tono la voz, tratamos de suplir nuestra pobreza conversacional. El oído ha entrado en crisis, y la poesía es, ante todo, un ejercicio de escucha. El propio poeta escribe los poemas oyendo qué le pasa, verso a verso. El poeta atiende como si esos versos hubieran sido escritos por otro y, a partir de esa escucha, escribe lo que sigue. Octavio Paz decía que el primer verso siempre es un regalo de los dioses. Puede ser algo que vimos en la calle o que leímos, pero no es nada todavía, no es un verso. Empieza a serlo a partir del segundo verso, que le da estatuto de primer verso a lo que era simplemente una ocurrencia. Pero ese segundo verso es ya producto de una escucha, de la voluntad de escuchar esa frase, esa casualidad, con una atención muy especial.
EN LA CURVA DE UNA SERPIENTE
“El S-Bahn, pasando por encima de las calles, desmintiéndolas, intenta reintegrar esa parte exiliada al bullicio general, creando una ciudad más aérea y continua, donde las ventanas sean las verdaderas protagonistas.”
“Berlín también se olvida”, Fabio Morábito
¿Y qué importancia le das al silencio?
John Cage, el compositor norteamericano, solicitó entrar en un cuarto perfectamente insonorizado porque quería experimentar la experiencia del silencio absoluto, y lo que oyó, en lugar del silencio, fue el zumbido producto del flujo sanguíneo de su cuerpo. Tal como no existe el instante perfecto, o sea el presente absoluto, el silencio no existe, es sólo una parte más del lenguaje. Estamos inmersos permanentemente en una confrontación con los otros y con nosotros mismos.
Hablás de un silencio pulcro en uno de tus cuentos: “Se formó un silencio tan pulcro que llegó hasta nosotros la embestida de una ráfaga de viento contra los eucaliptos del jardín” Me preguntaba cuál es el estatus de esa pulcritud…
No recuerdo el contexto, pero se me ocurre que es un silencio cómplice, que todos estamos trabajando para crear, no como una omisión del ruido, sino como algo construido que expresa la voluntad de escuchar, de poner atención, que es diferente a una pausa en el ruido.
La pulcritud no sale muy bien parada en tu libro “Berlín también se olvida”, pensaba que siempre está cortada por algo que, en ese caso, es el S-Bahn, el tranvía. Esa figura de lo que corta lo homogéneo es también muy recurrente en tus textos.
Tal vez porque lo homogéneo es un poco sofocante. Lo que me atraía mucho del S-Bahn era, no sé si el corte, sino más bien su ser una serpiente que se insinúa, que encuentra siempre el sitio para hacer su camino reptando…
Como el agua.
Como el agua, sin la alegría o la anarquía del agua, pero buscando, en esa rigidez de una ciudad tan construida como Berlín, tan ordenada, un momento de picardía. Esa búsqueda se intensificaba, cuando pasaba frente a las ventanas, y uno podía espiar el ambiente doméstico de una casa, de una familia alrededor de la mesa…era muy curioso. Pero recuerdo que la palabra pulcritud me vino más bien de los rieles. Cuando uno viaja en un tren, se sorprende a veces de no chocar contra los postes a lo largo de la vía ferroviaria. Es decir, todo ha sido calculado pulcramente para que el tren se deslice sin chocar contra nada. Este sentimiento de inmunidad milagrosa es lo que he tratado de respetar con esa palabra pulcritud. Y me viene desde niño: recuerdo, en Milán, cuando tomábamos un tranvía, sobre todo en las curvas, siempre había un momento en que creía que impactaríamos contra un coche o contra el bordillo de la acera. Y no, a último momento, salíamos bien librados. Es esa la sensación de pequeño milagro que produce la pulcritud de algo bien construido, el S-Bahn berlinés.
LA PERSEVERANCIA DE UNA LIMA
“Y el hombre, jaloneado por las mismas fuerzas contrarias, por lo liso y lo selvático, por el agua y la piedra, es precisamente eso, una lima, un animal rugoso.
De ahí que tenga el don de la palabra.”
“la lima y la lija”, “Caja de herramientas”, Fabio Morábito
Hablando de Berlín, tu libro refiere al muro, ¿cuáles te parecen que son los muros más terribles que ves en México hoy?
Tal vez el que existe entre los hombres y las mujeres, porque el feminicidio en México ha alcanzado un grado exorbitante. Sin caer solamente en lo peor, en lo dramático del feminicidio, la sociedad mejicana -machista, históricamente- ha sufrido muchísimos cambios en estos últimos tiempos. En los cincuenta años que llevo aquí me ha tocado ver una transformación profunda en la relación entre hombres y mujeres. Seguramente, porque la mujer ha ido ocupando cada vez más lugar en lo laboral y en otros ámbitos, lo cual ha transformado su relación con el hombre. Sin embargo, todavía es muy fuerte la presencia del machismo. Creo que, si hay un muro, está ahí. Se ha desmantelado en parte, pero no termina de derrumbarse del todo.
¿Creés que ese trabajo contra le machismo es como el de la lima, por tramos, por dosis?
Creo que sí. Entre los amigos de mis hijos, por ejemplo, veo un cambio bastante grande con respecto a estos problemas. ¿Cuáles son las razones? No sé, es una pregunta muy difícil. Creo que en Argentina hay mucho machismo, como lo hay en Europa, incluso lo hay en países que supondríamos libres de ese mal, como Noruega o Alemania. El maltrato de mujeres existe en todas partes, basta con ver las estadísticas. Es algo que vamos arrastrando hace tanto… Respecto a la lima como herramienta contra esto, sí. Dan ganas de agarrar el martillo, incluso el martillo neumático, pero todo es un trabajo de lima, de lijas, que es el trabajo que más garantía nos da. Porque, cuando damos un martillazo, hay un contragolpe, en cambio la lija obtiene poco resultado, pero seguro.
Los movimientos actuales parecen estar atravesados por el desencanto de ese contragolpe del martillazo, se manejarían más a nivel de la lija. El feminismo es uno de esos movimientos nuevos. Me recuerda a aquello que leímos en “Lotes baldíos”: “Se agruma un pueblo de pronto, / sin nombre, abierto a todos.”. El feminismo no se une, frecuentemente, en nombre de un partido ni de un ideal, sino inmanentemente por un objetivo y una lucha localmente distinta en cada lugar, a pesar de que hay también una cierta combinación entre los feminismos internacionales.
Sí. Va por ahí, por una cosa lenta, gradual y progresiva con sus retrocesos y avances. Así nos movemos en muchos campos, no solo en el feminismo. Otros muros en México son, por supuesto, la violencia, el narcotráfico y todo lo que acompaña a eso en un país que, en muchos sentidos, está gobernado por la delincuencia y la criminalidad organizada.
Todos tienen que ver con el capitalismo: el patriarcado, la violencia económica…
Claro, con un capitalismo salvaje, sobre todo.
¿Podemos pensar en un capitalismo que pueda no ser salvaje?
No lo sé. Me imagino que puede haber formas de circulación capitalista que sean mucho más controlables y controladas para que, sin suprimir la propiedad privada, podamos tener un modus vivendi mucho más humano, estoy seguro de esto. Ahora, es difícil encontrarlo, porque pareciera que el capitalismo tiende a ser salvaje por inercia.
¿Te parece que mantener la propiedad privada es un fin a perseguir?
No, pero la experiencia que hemos tenido de su supresión nos ha alertado mucho acerca de que su supresión no es garantía de un mundo mejor. Es un aprendizaje que debemos aquilatar.
Tal vez el corazón del capitalismo no sea la propiedad privada, sino la producción al infinito, eso mismo que no nos deja estar donde estamos, que no nos deja escuchar, que nos tiene apurados y consumiendo.
Claro. Es uno de los aspectos, por supuesto.
LA DISCRETA INTENSIDAD DE DOS
“-Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor?
El chico seguía sentado, pequeño, callado, tranquilo. Poco a poco movió la cabeza. El viejo se acercó más y murmuró:
-Un árbol. Una roca. Una nube.”
“Un árbol, una roca, una nube” Carson McCullers
Volviendo a los muros, pensaba en los muros y en el amor, ¿cuál es tu herramienta más amorosa?
Caray, qué pregunta… La esponja, tal vez. Es la que se abre con generosidad, la que se ofrece oponiendo una resistencia saludable, la que se ofrece al abrazo.
Señalabas que, en la esponja, este fluir se da un poco por desconocimiento de lo que está sucediendo.
Bueno, creo que hay bastante ignorancia en al amor. Dejarse ir y dar un paso y luego el otro sin saber muy bien qué pisamos.
Encontrarnos con desconocidos, para volver al principio.
Claro. Y ahí está la emoción. Y fijate qué curioso, ahorita, mientras me hacías esa pregunta, pensaba que solamente una vez he utilizado la palabra amor en todo lo que yo he escrito.
Sí. Hay situaciones amorosas, pero no aparece casi la palabra.
Una sola vez. Recuerdo de memoria el verso, que está en un poema que se llama “Cuarto de Pompeya”, y pertenece a mi primer libro. Es sobre unos amantes petrificados por la lava del Vesubio. El poema está en voz de estos amantes y el verso dice “solo el amor sabe cómo llegar tan hondo sin molestar la sangre”. Llegar a un punto medio adentro del otro, que no toque las vísceras que son la pura animalidad, el puro sinsentido y la pura uniformidad. Llegar a un punto que penetre debajo de la piel, quedándose en esa franja delicadísima.
Es muy linda la idea para todo tipo de amor, entrar sin invadir.
Sin invadir y sin herir, o sin lastimar demasiado.
En el texto de la esponja, de “Caja de herramientas”, hablás no solo de la plenitud y del agua, sino también del amor.
¡Ah, mira! ¡Eran dos entonces!