Cartel de una peluquería en Nairobi, Kenia. 2001

El apego: sobre unos cuántos pelos de menos.
Por Ramiro Gallardo
Fotografías y dibujos: Ramiro Gallardo

“Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…”
Rubén Darío, “Canción de otoño en primavera”.

Camino por Once. A la entrada de una galería, un cartel luminoso señala la presencia de una iglesia evangélica. De refilón, sus letras centelleantes iluminan un maniquí de busto imponente que luce un vestido de encaje rojo junto a dos bateas repletas de anteojos de sol. Vidrieras curiosamente ordenadas. Edificios sólidos, chapados a la antigua, disimulados tras estructuras que hasta hace algunos años sostenían carteles de chapa. Judíos, árabes, peruanos, coreanos, nigerianos, chinos. Telas, botones, lencería, cotillón y mostacillas. Un largo etcétera, imposible de enumerar.

Y pelados.

Pelados los hay en todas partes: la calvicie no distingue barrio ni clase. Se focaliza sobre todo en hombres que pasan los cuarenta y largos. Pero lo llamativo de este hermoso micromundo de ofertas y precios al por mayor es que pareciera atraer especialmente a cierto tipo particular de varones de escasa melena: aquellos que utilizan -con resultado dudoso- técnicas y artilugios diversos para disimular la escasez de pelo. Basta caminar unas cuadras por Paso, Larrea, Sarmiento o Bartolomé Mitre, para cruzarse con estos adalides de la pelambre. No se los ve tanto, empero, por Pueyrredón o Rivadavia. Dato llamativo el último: a quienes admiramos en secreto a estos quijotes, su menor presencia en avenidas nos produce una especie de vacío, de urticaria.

Pero continuemos con el análisis de estos fallidos intentos de – peinado. Disimular la pelada no es moco de pavo. Hay que tener en cuenta que, alcanzado cierto punto de no retorno, no se trata ya de una mera falta de cabello: las zonas afectadas parecen recién pulidas, relucen más que una bola de billar. Frente a tales brillos, abunda lisa y llanamente la inventiva, el arte, la astucia. A continuación, algunas de las artimañas más utilizadas:

Recorte lateral. De las que aquí se detallan es la menos osada: exige rapar las zonas abundantes para que se parezcan un poco a las zonas escasas, logrando una suerte de continuidad propia de una cabeza melenuda. Si queda poco o nada en la parte superior, esta práctica evita el tan temido contraste delator.

El rodete. Técnica canchera que consiste en estirar todos los pelos llevándolos hasta el centro gravitatorio de la pelambre. Una vez que confluyen en un único punto, se practica el dichoso «rodete» o «moño». Quienes hacen gala de este método no alcanzaron todavía un nivel elevado de calvicie. Tranquilos, todo a su tiempo.

Peinado hacia adelante. En general, la calvicie en los hombres llega «de frente». Este ardid, para quienes son duchos en el uso del peine, presenta el desafío de lograr una larga y abundante cabellera en la parte trasera para utilizarla luego en el tapado de vacíos que asoman por la parte delantera.

El bife. Para llevarla a cabo es menester dejar crecer el pelo sobre uno de los laterales. El izquierdo o el derecho –la elección queda a criterio del usuario–, pero jamás ambos. Es importante lograr un buen largo, lo máximo posible. Una vez que se consigue una longitud aceptable, este excedente será el que cruce la calvicie de lado a lado hasta alcanzar –en el mejor de los casos– el costado opuesto. Esta técnica es también conocida como “peinado a la cachetada”.

El doble bife. Se trata sencillamente de multiplicar por dos la técnica anterior, dejando crecer extensos mechones a ambos lados de la cabeza. Dado que el peinado en sentidos contrarios es una paradoja que la ciencia no ha logrado resolver hasta el momento, quienes utilizan esta técnica deben ser en extremo cuidadosos y no superponer mechones. Hay que estar atento a qué zona de la calvicie será tapada por cada «bife» o «cachetada».En lo personal, me gusta el bife. De todas las artimañas detalladas es la única asimétrica. Imagino a quienes la ponen en práctica frente al espejo, a la salida de la ducha, diestros con el peine y con el gel: de un lado, el pelo corto; del otro, una larga y poco tupida cabellera. Complicado de mantener con el viento, este peinado no se lleva nada bien con aires acondicionados y exceso de riego en plantas de balcones: a la menor gota chau bife, y ni hablar de una lluvia de verano: la Tormenta de Santa Rosa es la más pérfida enemiga de estos varones.

El doble bife, por el contrario, es un exceso. Una aberración. Una herejía.

Alguien podría esgrimir que omito la técnica del injerto. No señores: aquí hablamos del Once y, sobre todo, de valientes. El injerto es cosa de adinerados o de cobardes. Me incluyo en los segundos, no así en los primeros (ya quisiera que fuera al revés).

 

PEINADOS AFRO-BOLIVIANOS

 “-Cortarse el pelo es una operación metafísica –opinó Medrano-. ¿Habrá ya un psicoanálisis y una sociología del peluquero y sus clientes?”.
Julio Cortázar, “Los premios”.

Hace unos cuantos años, a la deriva por La Cancha -uno de los mercados de Cochabamba, en Bolivia- me topé con una calle abundante en peluquerías. Quedé fascinado, no sólo por la existencia de la calle misma (la Avenida Barrientos), con dos cuadras de peluquerías una al lado de la otra, sino por los dibujos que describían los cortes y peinados que ofrecían los distintos locales. Cargué un carrete en la vieja Foilander y saqué treinta y seis fotos, con suerte treinta y siete, pero mi cámara estaba en las últimas: al retirarlo, el rollo se veló por completo. Recuerdo mi desazón al salir de la tienda de revelado, ya en Buenos Aires. También, uno de aquellos dibujos que mostraba en detalle el corte “Sandro”.

Tiempo después, en viaje por África, descubrí que en algunos lugares existe la misma costumbre: dibujos y pinturas que promueven diferentes cortes de pelo. Aparecen, con estilos diversos, en ciudades importantes o en pueblos periféricos. Intuyo grandes artistas, probablemente anónimos.

Peluquería en un pueblo de Kenia, África. 2001

 

CABELLERA VERSUS VIRILIDAD

“-¡Diávolo! –murmuró Ciro Rossini, librándose de las dos o tres hojitas que acababan de aterrizar en sus cabellos renegridos por la virtud colorante del agua “La Carmela” “.
Leopoldo Marechal, ”Adán Buenosayres”, Libro cuarto, I.

A quienes pasamos los cuarenta y vislumbramos el destino en picada de nuestra cabellera, estos peinados afro-bolivianos nos interesan poco y nada. No así un producto de invención más o menos reciente que, dentro del ranking de inventos nacionales, supera con creces al sistema dactiloscópico, a la birome o al colectivo, innovaciones todas demasiado necesarias. El champú crecepelo en el que trabajó Claudia Anesini, investigadora independiente del CONICET, puede ponerse, en todo caso, al lado de maravillas nacionales como el dulce de leche, las empanadas de carne o el dogo argentino.

Este tónico milagroso promete eficacia en un ochenta y cinco por ciento, pero atentti: lo que lo diferencia de otros tratamientos es que está hecho a base de jarilla, un arbusto que crece en algunas regiones áridas de Argentina. No contiene finasterida ni dutasterida.

¿Finasterida? ¿Dutasterida?

Estos dos fenómenos de nombre impronunciable son los fármacos habituales en este tipo de tratamientos. No sé si serán efectivos, pero lo que pareciera estar bien claro es que pueden causar disfunción eréctil, problemas eyaculatorios y pérdida de líbido.

Esta cuestión plantea un gran dilema: ¿conservar el pelo o tener erecciones?

Como me dijo alguna vez un hombre sabio y calvo: el problema es que, sin pelo, tampoco levantás nada.

 

EPÍLOGO: EL ALTAR

Hace un par de años me enteré de las virtudes de este champú mágico y nacional y, de a poco, fui preparándole un pequeño altar. Hice a un lado la foto de la abuela con los nietos, guardé en un cajón el gato chino de la suerte y compré velas rojas, carbones y palo santo. Apilé las piedras que había recolectado en mi último viaje a la Patagonia, las rodeé de flores y hojas secas, y metí como pude unas cuantas plumas de loro y de paloma (lo que conseguí en la plaza de la vuelta de casa). Acto seguido, fui a la farmacia a comprar esta maravilla argentina. Pero hete aquí que en aquellos tiempos el tratamiento mínimo de tres meses resultaba –para una economía precaria como la mía– impagable.

Entonces, se me ocurrió el argumento para esta nota y pensé en los periodistas que sacan tajada de lo que escriben. Esbocé el argumento, que encajaba bien para Claroscuros y, sin pelos en la lengua, me tiré el lance (¿cómo tomará Gabriela Stoppelman, directora de El Anartista, esta vil confesión?).

Un amigo me puso en contacto con el laboratorio que comercializaba este prometedor champú nacional. Mandé un mail y, entre otras cuestiones, describí el argumento que tenía en mente. Sobre el final, arremetí con el mangazo:

La nota arranca con ciertos peinados que tienden a disimular la calvicie, con descripción de los personajes, cierta cosa de aguafuerte, el barrio de Once… paso a una serie de dibujos de cortes de pelo callejeros en África, muy interesantes (tengo hecho un relevamiento), para rematar con temas de varones que pasaron los cuarenta, sus complejos, crisis, etc. Esta última parte incluiría algo acerca de este tónico que, en la esperanza de estos personajes, podría aparecer casi ocupando un lugar en cierto tipo de altar. En este punto, me interesaría hablar del tónico capilar basado en jarilla, en el hecho de que es un producto local, en la aparente eficiencia que, según leí y escuché, promete. 

Por último, quiero plasmar esta suerte de esperanza en una experiencia personal, iniciando el tratamiento, llevando el relato hacia una especie de «performance» en la que yo mismo soy depositario de dichas esperanzas. 

Quisiera hacerles algunas preguntas y, además, que me manden el champú y la loción para el tratamiento de tres meses.

Podrá imaginar el lector que la jugada no me salió como esperaba. Agradecieron mi interés, dejando en claro que «desde el punto de vista de la comunicación, el formato propuesto no está dentro de nuestro diseño».

Pasaron los años, perdí unos cuantos pelos, y terminé de escribir la nota.

1 Comentario

  1. Excelente el texto de Gallardo.
    Veo con placer que continúa haciendo alarde de un humor corrosivo no exento de cierta piedad y amor por sus personajes. En esta última entrega, las fotos de las peluquerías en África y los dibujos personales muestran la faceta de cronista que aparece muchas veces en sus escritos. Mira con el lente del fotógrafo perspicaz y a la vez con el ojo del «flaneur» . Consigue aunar ambas perspectivas a través de la expresión escrita, sin alardes, sin cursilería, con una sencillez estudiada y medida. que va llevando al lector por el camino del placer y de la información.
    Espero un nuevo texto de Gallardo.

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