El apego: Entrevista a Luis Sagasti

Entrevista: Estela Colángelo, Viviana García Arribas, Lourdes Landeira, Gabriela Stoppelman, Carlos Coll
Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Ana Blayer

 

             “La lluvia extingue /el bosque iluminado por el relámpago. /La noche deja su veneno. /Las palabras se rompen contra el aire”.
             “Los elementos de la noche”, José Emilio Pacheco

 

Por el ojo de la aguja pasa la noche, mientras una estrella titila a un lado y, del otro, el vacío fuga hacia la ilusión de un borde. La luz temblequea en la mano de una abuela al enhebrar una palabra que apenas ve. Es muy delgado el hilo de la luz, apenas una luciérnaga al caducar su brillo. Pero en la primera sombra del ocaso, se abre un pasillo de infancia, una historieta que sucede sus cuadros sobre el techo de recién haber venido al mundo. Hay retazos de voces, ecos de compases que contraen y expanden el sonido a cada audacia de la aguja. Punto adelante, punto atrás: a medida que la costura avanza, una mano revuelve hilvanes, pespuntes y ruedos en su caja de herramientas.
Hay una nota al pie de un botón, como un fragmento deshilachado en busca de su contrapunto.
Hay un centímetro ronco en la insipidez de sus medidas, que estira su brevedad hacia un hueco de la luz.
Un reflejo tenue asoma.
Es el escarabajito nocturno que inhala y hace sonar su sustancia luciferina en un destello. El nieto acompasa el pulso rasgado de la abuela, le azuza la respiración, le encabrita la puntada a uno y otro lado del vacío. El ojo de la aguja no vería nada, si no fuera por esa intermitencia de lumbrera nocturna que siempre señala el sitio de un hilo suelto, o el sollozo de un ojal huérfano en busca de un imposible cierre.
A punto espiral, el círculo se abre en expansiones, la palabra balbucea la forma de un contorno, filia el color con el sonido, hace maleable la sustancia que persevera en aquello imposible de decir.
El lenguaje, ese insecto alterno en la sangre, resplandece en sus crepúsculos. Pasa de dedal a la herida, del corte, a inútiles enhebradores, de aquello que fulgura a su mitad de eclipse.
El lenguaje, ese costurero de luciérnagas, resiste en la sutura el sentido de la cicatriz.
Por el ojo de la aguja, regresa la noche. Y en el claroscuro de una luciérnaga nos encontramos con Luis Sagasti, y su zurcido de estrellas.

Chiharu Shiota

 

EL YO – YO ZURCIDOR

             “El haiku, lo más cerca que hemos estado de escribir como en Tralfamadore. Contar en un instante lo que es decurso”.
             “Bellas artes”, Luis Sagasti

En tus obras encontramos dos movimientos constantes y recurrentes: uno de expansión, arbóreo y otro de contracción, de la máxima síntesis. Por un lado, la constelación que se expande. Por otro, la estrella que condensa a todas las constelaciones, a veces como haiku o nota al pie.

Tengo una tendencia a la ramificación en todos los órdenes de mi vida. Me sale naturalmente relacionar cuestiones que, en un principio, parecieran ser ajenas. Sin duda eso tiene que ver con una gran curiosidad y con una experiencia de infancia: una enciclopedia que se llamaba “Lo sé todo”. Ahí se pasaba del oso panda a la historia del vestido y, después, a Sansón y Dalila, a Confucio y al río Paraná. Esa falta de orden me fascinaba, en realidad no la veía como falta de orden sino como otro orden.

Luis Sagasti con El Anartista, entrevista virtual. Fotografía, Ana Blayer.

Algo muy parecido a la tapa de “Bellas Artes”, esa artesanía que hacíamos en la escuela, con clavitos e hilos.

Esa tapa es extraordinaria. La hizo Ariana Jenik. Y refleja perfectamente esa facilidad y gusto mío por establecer relaciones. Puesto a conectar cosas, me tengo que frenar, decirme “pará, estás abriendo muchas cosas”. En cambio, no me resulta fácil escribir.

 Queda pendiente el segundo movimiento que vemos en tus textos, el de contracción. Lo advertimos en fragmentos como este: “Cuando vuelve en sí, el aviador comienza a hablar en un idioma incomprensible, de palabras hechas de fiebre, inseparables unas de otras, aun para el chamán, que conoce el lenguaje de los animales”.

Me cuesta ver eso. Pienso, por ejemplo, en quien traduce mis textos al inglés, que suele señalarme que le gustan mis frases cortas, la condensación. Sin embargo, desde el punto de vista plástico del lenguaje, yo prefiero las frases largas, párrafos donde uno puede ejercitarse en cuestiones musicales.

Pensaba en el modo en que el lenguaje poético se trenza con el narrativo en tus textos. Vinculábamos la contracción con el lenguaje poético y la expansión, con la prosa.

De eso sí soy consciente. Por otra parte, me interesa la condensación poética, aunque yo no escribo poesía. Creo que, en ese sentido, la máxima condensación que logré fue en mi último libro, “Leyden”. Para mí la poesía se da cuando vos ponés información pura y dura, pero en una relación tan cercana, que termina por condensar en algo poético. Te doy un ejemplo. En uno de los fragmentos de “Leyden” yo cuento que, a lo largo de siete mil kilómetros, el río Amazonas no es atravesado por ningún puente. Pero después, digo que a lo largo de nueve mil kilómetros la muralla china no atraviesa ningún río. Es información, pero, puesta en ese contrapunto, genera efectos que a mí me resultan muy atractivos.

 

EL DOBLADILLO MUSICAL

            “Amén de todo, lo bueno de no saber leer música es poder contemplar los pentagramas autografiados como si fueran pinturas abstractas. Se puede percibir la musicalidad y el ritmo plástico e imaginar una coincidencia con lo que realmente significa. Barcos en el mar parecen las figuras en el rígido oleaje del pentagrama. El ruido en nuestra cabeza se acalla cuando suena recién la música”.
            “Una ofrenda musical”, Luis Sagasti

En “Leyden” hay un devenir musical de las notas al pie, vinculado al ritmo, a su extensión, a su ubicación con respecto a otros fragmentos, pero también relacionado con los contenidos, que van del ‘dato que faltaba’ a la curiosidad, de la información dura a la reflexión, de la poesía a la narrativa…

Hanoos Hanoos, Hilos de luz 17

Estuve como seis meses haciendo marcas con fibrones, para ubicar cada fragmento en su sitio, tomando en cuenta si era posible que el lector recordara algún asunto cuando este reaparecía, después de otras notas al pie. La experiencia fue más parecida a pintar que a escribir. Y luego lo terminé de redondear con el índice temático. Pero todo ese trabajo lo encaré de un modo plástico, fue un proceso muy divertido. Más allá de contar una historia, yo ahí buscaba poesía.

Nosotros sentimos que “Leyden” es el primo más poético de “Bellas Artes” en el sentido que ambos se basan en la estructura del blanco, en la invitación a leer en los espacios entre fragmentos. Vos tenés un gusto muy fuerte en tu escritura por el blanco, por dejar esos espacios y obligar a la mirada a leer en lo que falta, en la ausencia.

Creo que la escritura, en algún punto, trabaja como la escultura, en el sentido que el escultor quita lo que sobra. A veces con el lenguaje ocurre lo mismo: uno tiene que escribir las palabras que sobran para que se lea el núcleo.

Pero el escultor no deja esos blancos que aparecen en muchos de tus trabajos…

Me interesa poner espacios, que haya mucho aire entre los textos, mucho punto aparte, mucha respiración. Por ejemplo, en “Una ofrenda musical”, la idea era trabajar con esos silencios que hay en las “Variaciones Goldberg”: termina el tema, se hace un silencio y, sin embargo, algo queda resonando. Aunque se ve mejor en “El clave bien temperado”, donde tenés un preludio y una fuga en forma sucesiva, y en ese silencio resuena lo que va a venir. Esos espacios que dejo, en especial en “Una ofrenda musical”, tienen una función semejante. Para mí, generan un vacío taoísta, que da lugar a que surja otra cosa. Por otro lado, hay cosas que digo de cierta forma porque no encuentro otra manera de decirlas. En “Bellas Artes” hay gente que se pierde en las alturas y otra gente que cae, pero no se trata de ninguna metáfora clara. Existen vacíos, nada es del todo explícito, porque yo no lo tengo muy claro. Si lo tuviera claro, no escribiría.

Lo que decís resuena a esta cita tuya: “Solo un haiku escrito en japonés puede detener el tren del lenguaje y anclarse en el presente, la piedra inmóvil iluminada por el sol de la mañana y de la tarde. ¿Y desplazando la vista, cuántas palabras pueden leerse sin encontrar un signo de puntuación? ¿Hasta dónde se puede leer sin perder el sentido ni extraviarse en meandros, sin necesidad de volver atrás?”.

Tengo una inclinación por la deriva. Me interesa el blanco que hay entre las palabras impresas en un libro, es como un arroyito que cae…

Un poco como sucede en los caligramas, ¿no?

Sí, un mensaje fuera del lenguaje como si las palabras quedaran en la costa.

Chiharu Shiota, sewing

 

HILVANES DE LA COSTA

             “No dejes que ese caballo /se coma ese violín /gritó la madre de Chagall/pero él siguió pintando”.
             “No dejes que ese caballo”, Lawrence Ferlighetti

En el extremo de toda esta deriva se llega a lo indecible, a lo impronunciable: hay cuerpos, como los de los viejos, que saben, pero no dicen, hay mensajes en el cielo que no se expresan ni con palabras ni con sonidos. Es como si hubiera un grado cero del lenguaje, no sé si en dirección al infinito que tanto citás, pero sí una ilusoria frontera de la deriva.

En un momento de la deriva, hay necesidad de volver a la costa. Creo que la deriva solo adquiere sentido si hay retorno. Es como un viaje: si del viaje no se vuelve, se transforma en exilio y a mí no me interesa un exilio del lenguaje. Al regreso, uno termina de zurcir el agujero que ha dejado. Pero me interesa, sobre todo, que no quede un solo punto sin unir con otro. Eso lo veo más bien plástico, como una pintura…

¿Y la figura que da es un círculo o una espiral?

Son espirales que tienen que cerrarse.

¿Qué pasa si queda un punto suelto?

Janaina Mello Landini

¡Me hincha las pelotas! Yo miro el texto como un pintor o como un músico. Pienso en Pink Floyd, por ejemplo, o en los Beatles, no es que me compare con ellos, pero armo la escritura como se arma un disco. Aunque siempre, al final, el texto es un cuadro, donde cada pincelada debe repetirse en otro lado, no se puede poner una pincelada roja sola, aislada, salvo que ese único rojo esté ubicado en el centro de gravedad del cuadro. Si hay algo que no voy a repetir, debe tener un peso específico muy grande.

Preguntaba si la forma era círculo o espiral porque tus textos hablan de retornos, de repeticiones, incluso vinculadas al hábito, a las rutinas. Pero, a pesar de que no te gustan los puntos sueltos, hay espirales abiertas…

Sí, de hecho, es la única forma de avanzar, en un círculo es imposible el avance. Esa espiral se ve muy claramente en “Maelstrom”, donde a mí me interesaba que el lector no pudiera resolver nada hasta la última hoja. En realidad, esa historia no cierra, sino que abre más sentidos, la resolución es más misteriosa que el misterio en sí.

Ya que hablabas de concebir el texto como músico, en algunas de tus narraciones se lee una relación muy intensa con instrumentos musicales. Particularmente, nos llamó la atención tu relación con el didgeridoo, un instrumento muy poco conocido.

Es un tubo que se sopla, y tiene un sonido a teclado electrónico de los 70, un poco mántrico. Con un método de respiración, lo podés tener sonando permanentemente. No recuerdo bien cómo llegué a él, pero el timbre que tiene es extraordinario, es como el cielo nocturno, es el instrumento más antiguo del mundo y se usa aún hoy. Los fabrican en Australia. Yo no compré un original de allá, pero mi hijo consiguió uno nacional, hecho por un artesano. No es lo mismo, claro. ¡Imaginate que comprás un charango hecho por un finlandés!

Marcel Duchamp, Sixten Miles of String

 

A CARRETEL SUELTO

            La luz es eso que las bestias gritan /el bramido del elefante /amputado /del pulmón de la noche /el grito con que se alumbra el zorro /la risa con que se desclava de sus huesos la hiena /y el rugido /de cada rotación del mundo en el león”.
            “África”, Leopoldo Castilla

Pensaba en otros dos movimientos que se combinan en tu escritura: la caída y la fuga.

No veo lo de la fuga.

Por ejemplo, en “Leyden”, hay siempre algo que parece ser un argumento, pero se escapa. Lo mismo podríamos decir en “Bellas Artes”: cuando parece que hay un argumento que va a ser dominante, cambia. Por no hablar de la nota musical que fuga del pentagrama…

Esa fuga tal vez se vincula con lo que hablábamos al principio. No es que yo salte de un lado al otro, siempre hay una relación que vincula las parte. Estoy trabajando en una novela aún inédita que comienza con presos en una cárcel yanqui, deriva hacia personas que saltan, luego a hablantes de lenguas a punto de extinguirse, después a problemas de traducción, pero en todas esas instancias queda algo de “color” del tema anterior. De cualquier modo, en algunas de esas historias aparece también un ‘solo’. Por ejemplo, “Una ofrenda musical”, incluye el cuento de un órgano gigante. En la novela inédita hay una historia de un poema intraducible que también funciona de ese modo. Incluso en “Leyden” hay dos historias que eran como cuentos míos.

Toda esta deriva y esta fuga, incluso las caídas parecen un modo de esquivar las verdades absolutas…

Janaina Mello Landini, ciclotramas las formas orgánicas

En cierta manera sí, porque no creo en verdades absolutas. No digo que no las haya, sino que no me interesa conocerlas. Uno evita anclar en ciertos conceptos inamovibles. En ese sentido, mi literatura puede ser más a la manera de Heráclito o de Lao Tsé, puras transformaciones porque, en el caso de que hubiera verdades absolutas, yo creo que la labor de la literatura es evitarlas, destruirlas, dinamitarlas.

Tal vez por eso en “Leyden” no puede haber un líder, apenas existe un coordinador.

Exacto. Wilkes es como el alma mater de una supuesta cofradía secreta, donde todo debe consensuarse. Además, me parece que así deberíamos funcionar, no te digo sin líderes, pero sí desprovistos de certezas. Lo que enloquece a las personas no es la duda, sino las certezas. Por supuesto que hay cosas que son indudablemente verdaderas, como “los nazis son malos”. Punto, eso está claro. Pero en relación a otras cuestiones, cuando yo veo que puede anclar en mí algún tipo de certeza, trato de no dejar mi barquito ahí. Digo una cosa y también lo contrario, me voy para otro lado. El asunto pasa por la deriva. Creo que hay una metáfora en “Maelstrom” donde dice que es bueno morirse el día en que coinciden la concepción de María con el viernes santo, es decir, Cristo nace y muere. Un más allá posible de imaginar para mí sería eso, una deriva.

 

EL RUEDO DEL TIEMPO

            Después de todo, la infancia no era otra cosa que el desvelamiento progresivo de secretos bien guardados. Revelarlo todo de golpe no es revelar nada. La oscuridad más pura y la luz más blanca enceguecen por igual”.
            “Bellas artes”, Luis Sagasti

Recién hablabas de dos extremos, y recordaba las reiteradas referencias en tu escritura a la vejez y a la infancia.

Creo que los extremos se tocan en algún aspecto.

Tal vez la pregunta sea en qué difieren el saber singular de la infancia y el de “El canon de Leipzig”:Los viejos, que se valen de un bastón para detener el llamado de la tierra, a los que el tiempo se les sale del cuerpo a borbotones… esos viejos saben. Los viejos saben, pero el cuerpo los acalla. Saben, pero no pueden decir. Mi abuela sabía y callaba”.

Tiene gracia saber y no decir como lo puede hacer un abuelo. La risa ignorante de un pibe que está en estado de goce, no. Dicho de otra forma: si tengo un problema sentimental y viene un señor de mi edad y me dice “así es la vida”, se lo acepto. Si un mocoso me dice “así es la vida”, le doy vuelta la cara de un sopapo. Esas cosas no se dicen a cierta edad.

Leímos en “Leyden”: “Cuando tenía nueve años, Leonard Cohen tomó una corbata de su padre, le hizo un tajo y guardó allí una nota que le había escrito. Fue al patio en medio de la nieve y la enterró en silencio.” Después tenemos a Glenn Gould:ni bien el pequeño Glenn ya podía sostenerse sobre las rodillas de su abuela, no golpeaba con las palmas las teclas del piano como hacen todos los bebés, sino que se obsesionaba con una sola de ellas y la mantenía apretada hasta que dejaba de sonar”. Evidentemente, los niños de tus novelas saben algunas cosas que los adultos, no.

Tomás Saraceno

Creo que la sabiduría de los pibes es una sabiduría sin gracia. Porque no saben que son sabios. El libro “Vida y Arte de Glenn Gould”, de Kevin Bazzana, lo leí completo y no encontré ningún dato acerca de él que no hubiese leído en otra parte. Hasta que me topé, con ese pequeño dato al margen, acerca de que cuando era muy chico tocaba una sola tecla del piano, una y otra vez. Eso me pareció genial, un sentido que puede advertirse como muy poético para un adulto. ¿Hay sabiduría en un nene que toca una sola tecla? No, nosotros le ponemos la carga de sabiduría.

 

Por ahí hay algo físico que sí tiene que ver con un saber, porque “persistir en lo que va a dejar de existir” es toda la sabiduría posible, es el reconocimiento de la finitud.

Sí, sí. Pero probablemente también uno es sabio sólo si no es consciente de que lo es. Más o menos como el tipo simpático y el tipo plomo: ambos nunca saben que son simpáticos o plomos. El tipo que sabe que es simpático, por ahí refuerza sus estrategias de simpatía y termina por dejar de serlo y pasa a ser un pelotudo. Y el plomo, posiblemente muera sin conocer su condición de plomo porque, para ejercerla, tiene que ser buen tipo. Si es mal bicho, vos no le das chance ni de ser plomo y te vas a la mierda. Pero como es buen tipo, nadie le dice al plomo “Che, la verdad es que sos un plomo”. Entonces el hombre se muere sin saber que fue un plomo toda su vida, del mismo modo que el tipo que es simpático tampoco se da cuenta de que lo es. Creo que con la sabiduría de los chicos pasa lo mismo.

 

DESHILACHADOS

            Para sentirse vivo /hay que pisar una desolación, /algo que ya no tiene nada que decir”.
            “Para sentirse vivo”, Fabio Morábito

Volviendo al tema de las certezas, leímos: “Cuando una relación se inicia sabemos muy bien la forma en que ha de concluir. Mi cuerpo, antes de dejar paso a las palabras, supo que iba a ser ella quien pondría fin a lo que en ese momento se iniciaba”. Mucha certeza hay ahí, ¿no?

Sí. Y eso es real, objetivo y científico: cuando uno conoce a alguien, sabe cómo va a terminar la cosa. Sabe, aunque puede hacerse el pelotudo.

Lo sabe el cuerpo.

Sí, y a mí me pasó toda la vida. Siempre me largaron (risas). Uno sabe de entrada cómo termina la cosa.

¿Nunca sospechaste que eso puede ser parte de tu imaginario y no una verdad?

Con una frecuencia indeseable creo que todos solemos confundir nuestro imaginario con la verdad. Habría que hacer algo al respecto.

Acá hay otra cita sobre el amor: “Habían estado enamorados al principio, como todos. Pero siempre tuve la sensación de que Gustavo se había casado porque llegado a cierto punto la gente suele hacer eso o se separa. Un movimiento de inercia afectiva. Pero a veces, cuando los veo en casa riéndose los dos de buena gana, todas esas sensaciones previas se escabullen”.

Tomás Saraceno

Y cuanto a la inercia afectiva, es lo que uno más ve. Lo dice Fontanarrosa en un cuento medio costumbrista, de esos que para mí son los mejores. En este un flaco encuentra a un viejo ex profesor, casado. En un momento de la charla el profesor explica algo así como “Bueno, a cierta edad, uno no se va andar separando”.

¿No hay cierta cobardía allí?

Estimo que sí.

El amor está lleno de problemas en tus novelas. En un momento hablás de la fragilidad del cuerpo enamorado. Uno tiende a pensar que las relaciones potenciantes, por el contrario, fortalecen.

No lo sé. Creo que la persona enamorada está a merced de muchas emociones. Va del frío al calor, de polo a polo. Tenés un estado de euforia, de completud, pero también el pánico de perder a la persona amada. Eso sucede, al menos por un período. Después las cosas se estabilizan un poco.

¿Y no es un poco el movimiento de todo?, ¿qué habría de particular en el amor en ese sentido?

Se juegan estados de ánimo bastante serios. Podés pasarla mal un tiempo largo. Por eso mismo hay gente que no quiere hacer esas apuestas.

En el amor también podés pasarla bien… Acá hay otra cita tuya vinculada al tema: “Cuando uno se enamora siempre lo hace por primera vez. Lo flamante tiene esa cualidad, el fuego no tiene historia, la brasa, sí”.

No solo que siempre te enamorás por primera vez, sino que siempre es de la chica más linda del mundo. Luego ves otras cosas, pero, de entrada, siempre impacta la belleza. Aun cuando quien tengas enfrente sea Quasimodo, para vos resultará el hombre o la mujer más linda del mundo. Cuando uno se entrega a ese absoluto del amor, que acaso sea una verdad absoluta, lo que más angustia es perder al amado, sobre todo cuando dudás de que la otra persona sienta lo mismo que vos. Es como esa miguita en la sábana. En ese sentido, puedo hablar de fragilidad. El amor es fortaleza y fragilidad por partes iguales. Pero hay que diferenciar el enamoramiento del amor, son cosas distintas. Esa euforia del enamoramiento dura un tiempo. Luego, por el mero transcurrir, las cosas comienzan a degradarse un poco.

¡Ahí está la concentración y la expansión!

Tal cual. Una vez que caes del enamoramiento, no es que ya no amás al otro, pero ya no estás en ese juego de: “cortá vos”, “No, cortá vos.”

Tomás Saraceno

 

HEBRAS DE LA NOCHE

            No en la lengua de la infancia, que es la del arrebato y el amor. El arte del intérprete será descifrar el silencio que se oculta entre las notas. Antes de cualquier otro arte debes aprender a recorrer los lugares donde se alojan las gotas de la noche”.
            “El canon de Leipzig”, Luis Sagasti

En este número entrevistamos también a Capusotto. Él tiene un bello libro de poemas que se llama “Lo que teme la noche.” Lo vinculaba con una cita tuya: “Siempre habrá alguien para tragarse la noche en tanto y en cuanto haya fuego”.

Siempre tuve una gran atracción por lo nocturno, por la visión de las estrellas, una fascinación absoluta, aún hoy. Lamentablemente, cuando uno empieza a crecer también gusta de la mañana, porque en algún momento uno tiene que dormir. Siempre pensé que la noche monopolizada por una sola estrella es noche imperialista, uno ve ahí la bandera norteamericana. En cambio, la noche estrellada me ha fascinado en sí misma, sin por qué, como un chico. Recuerdo haber subido al techito de un lavadero en la casa de mi abuelo, sin siquiera llevar una linterna, y anotar cosas en un cuadernito. No sé qué anotaba, pero era como un astrónomo. No imaginaba un más allá ni me veía como un navegante en una nave espacial. Era el cielo puro. Recuerdo que mi abuelo me enseñaba las constelaciones en la playa de Monte Hermoso. Aparte, yo tenía una revista del Pato Donald que empezaba con él y sus sobrinos mirando el cielo nocturno. Cuando perdí esa historieta, tenía siete u ocho años, había hecho catecismo y le rezaba a dios para recuperar esa revista. No tanto por la historia que contaba como por la primera página donde estos patos miraban fascinados el cielo estrellado. Años más tarde, fui al Parque Rivadavia y a otros lugares a buscarla, sin éxito. Finalmente, Juan Sasturain me dijo: “Yo conozco a alguien que la tiene. Un tipo en Santa Rosa, La Pampa.” Le escribí a ese tipo y me la mandó escaneada, así que aún hoy puedo mirar con mucha magia esa imagen. Del mismo modo, cuando estoy mal, miro la primera página de “La estrella misteriosa”, de Tintín, donde él camina y mira el cielo nocturno, en el inicio de una de sus aventuras. A los siete u ocho años, esas imágenes me daban la sensación de un infinito cálido, Y aún hoy me producen lo mismo. En momentos de crisis, me refugio en esos cuadraditos.

¿Qué otras cosas te amparan y fortalecen?

No necesariamente escribir. La música me fortalece más que la literatura. Tengo un piano y toco de oído, pero tengo muy buen fraseo para dos escalas, nada más que eso. Bueno, pelotudear con el piano me llena. Otra actividad que me hace bien es correr con música. Para mí, correr es bailar en línea recta. Hay un orden de escucha: unos temas para la última parte, cuando corro más ligero, otros para cuando llueve, otros que elijo dependiendo si es invierno o verano. No son siempre los mismos, por ahí descubro temas nuevos y sé que van para una situación u otra. Los domingos por la mañana se escucha música barroca o previa al barroco. Los domingos son de Bach y ya está, no puedo escuchar a Led Zeppelin, que sí es para los viernes a la noche. Hay una hora para cada cosa, hay ciertos contextos. Cuando corro, pasados los primeros diez minutos, que es el periodo de preguntas existenciales y metafísicas, que termina cuando cambio el aire y me duele todo y entonces me pregunto “qué mierda estoy haciendo acá.” Pero al pasar la rompiente, me oxigeno, no me duelen tanto las rodillas y entro en un estado de mucho goce. Al punto que me río mucho mientras corro. Visto de afuera, se debe ver un tarado descoordinado que jadea como una yegua. Pero adentro de mí estoy en el mejor de los mundos. Eso me llena de vida, lástima cumplir años, viste, cada vez te duelen más cosas, no podés correr todos los días…

Son actividades o estados solitarios, ¿qué te pasa en lo colectivo? En algún lado escribiste: “Una alucinación colectiva, si es que esto no es una contradicción en todos sus términos”.

Chiharu Shiota

Cuando fui a Buenos Aires, en una semana estuve en una marcha docente, en una marcha de las mujeres y en una de la CGT. Eso en Bahía Blanca nunca puede darse del mismo modo por una cuestión numérica. Uno días más tarde de haber estado en esas tres marchas, me fui a Olavarría a ver un recital del Indio Solari. Obviamente, después necesité estar solo. Pero me gusta disolverme en un colectivo.

Disolverte, ¿no potenciarte?

No, no. Me puede inspirar, pero no me potencia. Me gusta trabajar con otros. Hace rato trabajo en un proyecto con Miguel Rep, alrededor de libro de Los Beatles. Con Abel Gilbert, el autor de “Satisfaction en la ESMA” también estamos haciendo algo juntos. Tengo facilidad para trabajar con otros. De hecho, en la portada de mi Facebook estoy con Mario Ortiz riéndonos. Con él y Miguel Martos hacíamos un programa de humor, que luego devino en café concert. Es bueno trabajar con amigos, sin embargo, hay cosas que no se consensuan. Soy medio facho en eso, pero también acepto que el otro me marque cosas que admitan discusión.

¿Cómo se da el devenir en las cosas que no se negocian?

No hay devenir allí. Definir el tono de un texto, que no lleve malas palabras o sí las lleve, por ejemplo, es innegociable. En algunas cosas soy muy seguro, como en el humor. No digo que tenga siempre razón, por supuesto. No así en otras, como con lo poético. Yo le doy mis textos a Mario Ortiz, que tiene una capacidad de lectura sobrehumana, y me dice cosas como “Acá hay una frase muy líquida y abajo hay una metáfora también líquida. Es una redundancia, fijate.” Suelo obedecer en casi todo. En general, cuando alguien me hace una crítica de algo inédito mío en cuestiones poéticas o de manejo del lenguaje, tiendo siempre a darle la razón. Corrijo. En otros aspectos, no.

“En el cerebro de cada hormiga hay una célula ínfima de un cerebro colectivo, no tiene lugar específico en el espacio, pero sí en el tiempo. El hormiguero no es una suma de individuos sino una gran mente que organiza tareas y estructuras para su supervivencia. Ninguna hormiga lamenta la muerte de otra hormiga…” En toda esa organización está muy claro el funcionamiento de esta gran mente, que podría ser infinita…

Sí. Uno, como escritor es un vocero de un todo que integra con la gente que le es cercana, tanto en afectos como en percepciones. En ese sentido sí me considero parte de un todo, porque ningún escritor es una isla, sino que reproduce y enriquece una visión del mundo que comparte y potencia con otra gente. Quizás seamos la hormiga de un cerebro mayor.

Tomás Saraseno

 

BOTONES FLOJOS

            Creo en la destrucción de las tablillas, /el vertido de los líquidos, /la extinción del rayo. /Afirmo que todo funcionará /y que no será demasiado tarde, /y que las cosas se develarán en ausencia de testigos. /Nadie lo averiguará, no me cabe duda, /ni esposa ni muralla, /ni siquiera un pájaro, porque bien puede cantar”.
            “Descubrimiento”, Wislawa Szymborska

El tema de este número es el apego. Recién hablabas de lo que vincula a un colectivo de seres incluso anónimos. ¿Cuándo el apego te resulta potenciador, cuándo peligroso y cuáles son las cosas que te apegan?

El apego puede ser peligroso cuando tu voluntad empieza a naufragar, a estar en un estado chirle. El apego bueno es el de estar en contacto con otra persona que potencia tus competencias. Luego, más allá de los afectos, claramente no me apego al malestar ni a la queja, tengo cierta capacidad de resiliencia. Tampoco me apego a la tristeza ni al dolor. Por supuesto, tengo momentos así, como todos. Pero, cuando veo que puedo caer en ciertas angustias, trato de correrme inmediatamente. Sí tengo apego por el devenir, por la transformación, por el crecimiento, por las cosas que dan placer.

¿Cuándo te funciona de manera liberadora el desapego?

Cuando logro apartarme de las cosas materiales tóxicas que me quitan voluntad, me siento liberado. Me libera el ser consciente de la cantidad de cosas que no necesito: voy a un shopping, no me interesa nada y eso resulta una maravillosa sensación. Por el contrario, tengo apego por los libros, una compulsión más bien, porque “tengo que tener tal o cual libro” aunque después no lo lea. Cuando voy a Buenos Aires compro libros, a los que hay que sumarle los que Eterna Cadencia suele obsequiarme. De esa forma me vuelvo a Bahía con veinticinco libros. Los huelo, los miro, pero solo leo algunos.

Y respecto de tu propia obra, ¿tenés apego?

Nadie ha hecho con mi obra ni una performance ni una película ni una obra de teatro. Si alguien quisiera hacerlo, que lo haga. Por otra parte, tampoco tengo apego a lo que he escrito, no he vuelto a leer un libro mío salvo que me lo pidan para algo puntual. Como única excepción, sí lo hago con “Leyden” cada tanto, porque tiene tantos datos que, si no releo, me los olvido. Tampoco tengo apego material con mis textos. Guardo dos ejemplares de cada uno porque tengo dos hijos. Y, en cuanto al sentido interno de cada texto, una vez escritos, ya pertenecen a una vida pasada. Preparar un texto me lleva uno o dos años. Una vez que nació, te desentendés. Ahora estoy con otra cosa, ya está.

Luis Sagasti con El Anartista, entrevista virtual. Fotografía, Ana Blayer

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here