LECTURISTA
El devenir: sobre “Fuera de serie”, de Gabriel D. Lerman.
Por Gabriela Stoppelman
Fotografía: Dany Berbedés

 

A CUATRO VOCES

Mirá si miraremos torcido, que a todo devenir, a todo transitar entre dos instancias indefinidas, lo asociamos al tropezón, al desvanecerse de la vida o, directamente, a la muerte. Salvo que concedamos a la prepotencia de la exégesis bíblica el sentido pecaminoso del caer; salvo que de verdad demos por verdadero que, desde el Paraíso, Adán y Eva asumieron una impagable deuda externa con el más y allá -y que esa deuda nos corresponde por giles o por simples herederos-, todo amarillear del tiempo, todo declive de lo que hay hacia lo que puede haber es signo de cómo palpita la vida, y nunca de su extinción.

“Fuera de serie” es una novela otoñal: “la llegada del otoño en Buenos Aires descomprime el sopor y hasta los amantes del verano esperan que la lluvia apacigüe la intensidad impregnada”.

San Martín, Rosas, Perón. Alfredo Bettanin. Foto, Dany Berbedés

Como decía Barthes acerca de la obra de Arcimboldo, la escritura de Lerman es “una pintura con fondo de lenguaje”. Y yo diría más: este fondo de lenguaje es una partitura a cuatro voces. Una primera enamorada, que escribe a una tal Laura una serie de “cartas que no te di”, una tercera que oscila entre la ficción y el ensayo, una cronología que pendula entre distintos tempos de la historia, y una mirada que lee una obra del pintor Alfredo Bettanin. Con esta cuarta voz, los ojos andan el ritmo de la imagen al son de una espada que, cual batuta, sostiene firmemente un hombre de Juan Manuel Rosas, desde el centro del cuadro. En diagonal y hacia arriba de la escena, otra espada -la de la conquista- corta la historia, corta el aliento y desciende. Como estación que se desploma hacia la siguiente, la diagonal atraviesa a una mujer embrionada dentro de un vientre con forma de cabildo y luego avanza hacia la gran imagen femenina central, la cautiva blanca y de mirada lánguida, que tumba sus ojos hacia la tierra, pero alza en la palma de su mano la figura de Evita.

Gabriel Lerman, frente a la obra de Alfredo Bettanin. Foto, Dany Berbedés

Y, como es propio de todo tiempo umbral, cuando empieza a caer, se torna indetenible. Así que la diagonal insiste hacia un extremo de la escena, donde el General Perón, rodeado de militantes de los ‘70, acaricia a uno de los dos niños que, delante de su figura, repite el color de su camisa y de su pelo, como una infancia -promesa de una anhelada continuidad-. Y ya a punto de agotarse, la diagonal ilumina el rostro de una mujer que cierra el semicírculo de oyentes alrededor del General, mientras en el extremo más austral y oriental del cuadro, una fotógrafa apunta su atención, su máquina y su mirada vértice hacia toda la composición.

Mientras tanto y, como si buscara esquivar un destino, la música avanza hacia un gran finale preanunciado en el comienzo: “Como una resolución inmediata de la guerra simbólica que se vivía, el otoño esta vez debía traer la definitiva aniquilación del otro, del campo enemigo”.

 

EL OTOÑO DEL ESPEJO

El cuadro en cuestión es “San Martín, Rosas, Perón”, de Alfredo Bettanin, una imagen imán, cuya potencia inicia un periplo que siempre regresa a la infancia, a “una enciclopedia ilustrada, tamaño tabloide, editada por Jorge Perrone, de título, Diario de la Historia Argentina” y hace bucles en encuentros, donde el otoño es superado con creces. Así sucede en la quinta Ruca Painé: cielo azul, en mapuche, demasiado azul para otoñar. Allí, el dueño de la quinta introduce la voz de un invitado imposible, que sabe tañer la distancia y la pena, esta vez sí, con paleta bien ocre y dorada: “Vengo de muy lejos y ya tengo el cuero cansado de un ir y venir que me va llevando la vida. Y ahora veo, me dicen, en cada casa que voy, que hay mucho dolor. Con todos los desencuentros, nunca habíamos tenido esta herida entre todos.” Y ahí se pierden entre confidencias y tristezas, Santos Amores y Atahualpa Yupanqui.

¿Y cómo encontrar una zamba que dé esperanza, para “esta herida entre todos”? Una vez más la obra de Bettanin señala un rumbo. Pero, en esta ocasión, no como imagen imán, sino como cuadro-espejo. El mismo devenir narrativo de la imagen hace que unas mujeres se continúen en otras, en un juego de postas: mujeres originarias, bustos de mujer, mujeres atunaladas, asesinadas, rígidas y sostenidas, torsionadas y ocultas, mujeres niñas y mujeres sin tiempo, mirada de mujer que se multiplica en un juego de reflejos.

Recorte de la obra de Alfredo Bettanin. Foto, Dany Berbedés

Y, del mismo modo en que estas mujeres filian sin tocarse, de la misma manera en que ellas forman comunidad en la gama de los ocres, pardos, naranjas, sepias y tostados de la pintura, la trama de la novela también espeja figuras femeninas. Así como el lienzo está cortado diagonalmente por una línea imaginaria entre dos espadas, la historia se muestra tajeada con una herida gruesa, una escritura interminable que parte las aguas entre un antes y un después de marzo de 1976. De un lado del tiempo, pre dictadura, Arturo Jauretche coquetea con Malisa, mientras los jóvenes Horacio González y Juan Pablo Feinmann conversan los preámbulos de sus futuras obras y esperan la llegada de Cristina, la hija del anfitrión del encuentro: la fotógrafa que está a la vez presente y ausente, tanto en la reunión como en el cuadro.

Luz y sombra, claroscuro barroco, a la reunión llegan Marilina Ross, Pirí Lugones, Alina Masaferro, Alicia Eguren y, como si fuera poco, alguien pone un disco de Mercedes Sosa. A toda esta galería de mujeres, las secundan Piero, Rodolfo Walsh y el infaltable pintor Alfredo Bettanin.

San Martín y su tiempo. Foto, Dany Berbedés

Y antes, siempre y después del gran tajo de la historia, Laura: la figura que hace de hilo narrativo, la que cose infancia con futuro al escurrirse, la que siempre está un paso más delante de lo que permanece, el contorno en fuga que empuja la narración hacia adelante.

Laura, la destinataria de toda la palabra que no se ha dado, el remitente sin envío de esta no correspondencia, aquello que falta y, sin embargo, persiste y pervive en el pulso de la escritura de Lerman.

Laura, el espejo que desata al decaer de esta narración otoñal de toda asociación con la melancolía. Por el contrario, la hojarasca caída empuja el tiempo hacia el frío, hacia el abrigo, hacia todas las sospechas del horizonte.

 

EL OTOÑO CUMPLE SUEÑOS

Y también, cómo no, “Fuera de serie” es una novela que aprovecha la caída como una excusa para levantarse con el golpe orientado en otra dirección, con lo que sigue ritmado por el latido de los amigos, con las palabras amigas que han acompañado nuestro decaer y nuestro retornar a la consistencia de las estaciones. Con las cadencias de aquellos pensamientos que, por escrito o por memoria, nos han hecho comprender el sentido en el crujir de la hojarasca, la ventaja de las transiciones, su dolor y su chance inmensa.

La vuelta de Obligado. Foto, Dany Berbedés

De este modo, el trabajo de Gabriel Lerman comienza con una dedicatoria, “A José Pablo Feinmann, si esta novela pudiera” y termina con un sueño de Feinmann cumplido sobre el papel: “Alguna vez voy a escribir una novela en la que cuatro jóvenes argentinos de los años setenta discutan sobre el destino último y final de la Filosofía. Se comen un asadito juntos, comparten horas interminables de filosofar, en una noche de finales de año, generoso vino tinto que facilita el intercambio.” Así, el capítulo “El Banquete” es un cierre antes del final, un cierre en el barrio de Congreso, en el año 1972. Un cierre que no concluye ni la historia ni el devenir de lo que falta por decir y por dar.

Queda una carta más a Laura, de esas “que no te di”. Y quedan aún las infinitas reiteraciones del doble movimiento del otoño.

Cada vez que una hoja amarillea y cae de una rama, su aquí y ahora ante nuestra mirada, su inmanencia inapelable, no ofrece clausura. Ella se abre a todas las otras hojitas que han caído y a las que aún quedan por caer. Se abre en una síntesis apretada como un abrazo, que filia muertos y vivos, y nos afirma en nuestra poderosa condición umbral: “Cuando me viene a la mente tu nombre, sucede de dos modos. Uno inmediato, que designa o muestra el registro de que acabo de verte, de las veces que nos reencontramos. Otro, más distante tiene que ver con los recuerdos de otros tiempos. Y, en el amasijo de la memoria, caigo, temo anhelo, vuelvo al punto”.

Rosas y su grupo. Foto, Dany Berbedés
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