Lecturista
La alegría: sobre “Monte de Venus”, de Reina Roffé.
Por Gabriela Stoppelman

 

PUCHO DE PALABRA

Son tan conocidas las predilecciones de los dioses por los montes, como las conjeturas acerca de que tanta exhibición en las cimas muestra una evidente falta de altura en los desempeños. Pero, más allá del Olimpo, de la Biblia y de otras teogonías, más allá incluso de la fe, sobreabundan las metáforas que asocian lograr un cometido con el “ascender”. Como si de verdad nuestra condición fuera inapelablemente la de seres hundidos, en busca de una soga que nos rescate.

Por su parte, la novela de Reina Roffé no plantea un recorrido hacia las cimas ni un salvataje desde lo profundo. Su texto comienza en una zona de borde, de umbral y de roce: “Un ligero ardor en la entrepierna no la dejaba sentirse libre”. Este ardor será a la vez llaga y arrebato, obstáculo para el camino y motor. Un modo en que los cuerpos intentarán “no dejarse estar con los conocimientos que asimilaba de oído, sino aprender por su propia cuenta.”

Terminar el bachillerato en la nocturna, al ritmo de la historia de un país que se precipita entre regresos y oscuros advenimientos, no es una tarea a encarar con un simple “dejarse ser”. Por eso los personajes de “Monte de Venus” se obstinan en registros. Mientras Baru, incapaz de concentrarse en la lectura del diario para cumplir con el ritual de “chica comprometida”, deviene en cronista histórica, a través de su cuaderno de notas, Julia Grande se piensa, se pierde y desespera en “grabaciones pasadas en limpio”.

Así, la palabra no es mera herramienta dispuesta a contar y entretejer una historia, sino un territorio imprescindible y singular de indagación. No resulta un detalle menor que este texto comience con la joven Baru decidida a encontrar -sin consejo ajeno- un libro que componga con su deseo, y termine con la ilusión de Julia Grande de ver su historia escrita y publicada por su psicopática profesora de literatura.

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De este modo, leer o ser escrito, plantarse en lo real como quien sabe y puede tolerarlo, o fugar de las aristas del día a día, convertida en un personaje, se deslizan ciudad adentro y aula afuera, hasta iluminar -apenas por instantes- la potencia de cuerpos que buscan: “El punto, fosforescente, se deslizaba de un lado a otro suspendido en el aire. Por un momento, se detuvo y resplandeció. Pasáme el pucho, dijo la voz de Solís”.

 

FUEGOS HUÉRFANOS

Dentro del aula, la camarilla, el encono y las tensiones parecen ser las de cualquier secundario: “Luisa Álvarez y María Pagani tenían fama de alcahuetas y aguafiestas. Álvarez era una de las mayores de la división. No simpatizaba con las chicas, ni con las de su misma edad (…) Sólo le importaba quedar bien con los profesores y descollar con lecciones brillantes. Pagani, en cambio, no podía quejarse de su edad ni de su físico, pero era por naturaleza detestable”. Sin embargo, lo que vuelve a estas mujeres completamente singulares son los puentes y las alianzas entre ellas: “Ambas se complementaban en su aislamiento y se unían en sus bajezas.

Esa forma tan particular de tensar el lenguaje en puntos concentrados de luz -como quien dice, fosforescencias-, pero siempre en contraste con un continuo más claro, es notable en los énfasis autobiográficos de Julia Grande: “Lo más latente en mí, de lo que más me acuerdo, comienza en el jardín de infantes, fui yo sola, mi hermano no quiso ir. Desde chica tenía ganas de disparar de casa. Era muy mentirosa, inventaba y era consciente de mis inventos. Me creaba padres con mucha plata y cantidad de hermanos. En ese momento, mis padres eran muy pobres”. La soledad y la capacidad -casi malabarista- de enmendar rincones, sustituir tramos, maquillar vergüenzas e incluso, de jugar a gusto y a disgusto con el relato de su vida anticipa, en este comienzo de Julia, su final: “Se ha muerto mi madre y me he quedado sin hijo, sin amor, sin libro. Estoy de duelo y no me puse luto. Quizá en otra vida, en otro siglo, todo sea distinto. ¿Todavía puedo creer en eso? Sé que hoy estoy sola y me da miedo. “Todos fuimos estafados”, me dijo Baru”.

Pero la soledad final es solo una en una secuencia de tumbos y desencuentros, entre el imaginario ajeno y lo íntimo, entre la propia imagen traficada en silencio y piel adentro, hasta la grieta de luz que sugiere un camino: “cuando me enteré por los diarios que se hacían operaciones para cambiar de sexo, creí que, por fin, me había llegado la hora. Me engañé. La ciencia sólo se preocupó de los hombres que querían ser mujer y no al revés.”

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Y el pucho encendido, esa mínima constelación de fueguitos en su breve noche, de pronto se hace fogata, tan solo con enfocar un dato: “Monte de Venus” fue escrita entre diciembre de 1973 y enero de 1976, pero despliega con toda audacia las cuestiones de género, que aún hoy se debaten en zonas quemantes: “Además, en esa época, estaba atormentada, porque se aproximaba el momento en que mi hermano tenía que hacer el servicio militar, y si en mí no se producía un cambio rotundo, me iba a quedar sin prestarle a la patria la grandeza de mi heroísmo. Todo esto es muy gracioso, ahora. Antes era una obsesión. Desesperada, me ponía plazos. Pensaba que si a los dieciocho años no era varón no iba a serlo jamás.”

Sin embargo, entre tantas urgencias, la prioridad es cicatrizar la sensación de ‘fuera de mundo’. Y es necesario hacerlo a cada paso, porque la historia se acelera hacia noches muy largas. Ese estar desasido de suelo y cielo deja, no solo a Julia Grande, sino al resto de los y las protagonistas de este texto, con las raíces patas para arriba, en busca de espacios transitorios a los que llamar hogar, y por qué no, patria. “Yo no tenía nada que ver con nadie, ni conmigo misma. No tuve más remedio que aislarme, a tal punto que terminé abandonando el curso en mitad del año.

Eso sí: entre merodeos, por ahí te salva un encuentro. “(…) apareció la Bochy Barrios, una profesora muy conocida en el pueblo. Tenía fama de loca, decían que era la amante del Intendente, un hombre casado para peor. Cuando me vio, se largó con todo. “¿Che, qué haces vos, no pensás ir a la escuela? ”, (…) Charlamos mucho. Hasta me convenció de que volviera al colegio. Me dijo: “Yo sé lo que te pasa a vos: tu problema es que sos un machito. Pero no te hagas mala sangre. tiene una solución en esta vida y sobre todo si uno estudia. El estudio es el cheque en blanco para ser libre”. Al otro día, estaba inscripta otra vez en primer año, embaladísima “. Pero el azar no siempre tiene ese efecto de reencauzar aguas. Ni alumnas ni profesores parecen encajar demasiado ni en sus roles ni en sus perfiles. Por ejemplo, “Figari, con su cuerpo grueso y torpe, y el jopo de pelusa en su cabeza completamente calva. Nunca daba clase. Dictaba unos apuntes dos veces al bimestre y era sincero sólo en una cosa: aseguraba que la materia no servía para nada, que todo se reducía a una sarta de mentiras. Era abogado, pero no creía ni respetaba lo que decían la Constitución y los códigos. Los procesos se ajustaban a las circunstancias más que a las leyes, decía. Por eso, tomaba simulacros de exámenes, donde cada alumna hacía buena letra y copiaba textualmente de los apuntes.”

Y, como es sabido, jamás resulta regular ni predecible el tiempo en que una pretendendida resistencia termina por ser cómplice de aquello contra lo cual resiste. Por suerte, para aliviar destierros y orfandades, a veces se presentan otras curvas: “Baru dejó el lápiz sobre el pupitre y respondió: La única manera de salvarse es salvándonos todas”.

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NOCHE PUNTEADA DE LUZ

No es solo un pucho lo que fosforesce en “Monte de Venus”. También “Desde la ventana, se podía ver la mancha negra del río y las luces artificiales de la costanera reflejadas sobre el agua. Dentro del carrito, el humo de la parrilla y el olor a asado eran intensos”. La noche, pespunteada de focos, amplía el escenario donde los docentes devienen amantes y las alumnas, trofeos; donde la tristeza busca lo que no desea y opaca la línea sin contorno del horizonte que, así y todo, no renuncia. En ese perseverar, la ciudad se entremezcla con los cuerpos. Mientras “Jorgelina había dejado su postre sin acabar y se sentía llena y somnolienta, Susy contemplaba el río como si nunca lo hubiese visto (…) con una atractiva expresión de tristeza”, Julia Grande y Elsa llegan “a la ciudad ingenuamente eufóricas. Descubriendo con ojos nuevos cosas viejas. Nuestra primera escapada tenía el sabor de la aventura y el atractivo de lo prohibido. Recorrimos las calles del centro de Buenos Aires embobadas por tanta felicidad. Caminamos muchísimo, nada nos podía detener. Nada podía agotar nuestra alegría”. Por su parte, en interiores, Baru sostiene alta la vara del sentido: “¿Qué produzco?, se preguntó, ¿qué hago de bueno o de malo que justifique mi vida? (…) Inmediatamente, escribió en su cuaderno de notas: “estudiar griego y latín en profundidad para buscar en los orígenes el sentido de las cosas”. Después, subrayó todo aquello que le parecía relevante de lo apuntado en los últimos meses:

Así, la noche y las luces pulsan el trayecto de una geografía hacia un futuro de ausencias, exilios y tajos, pero también abren una correspondencia con el misterio y contra el hastío: “Ese día leyeron “Carta a una señorita en París” de Cortázar, un cuento que las dejó intrigadas y sobrecogidas. Qué simbolizarían los conejitos y qué la angustia repentina de Julia cuando acabó la clase y todo quedó postergado hasta la semana siguiente, cuando Victoria Sáenz Ballesteros volviera para rescatarlas del anquilosamiento y el tedio, y las deleitara hablándoles, con su magnífica y dulce voz, sobre otro relato memorable”. Rescates que tornan en trampas, figuras sin detrás que parlotean todo su sentido en la superficie, cuerpos que no se sacian al permanecer ni al irse: “su ausencia me deprimía, su presencia me mortificaba”: Julia Grande y su intenso deambular alrededor del amor de Elsa, o de Paola o de Betty. Julia Grande encerrada en el pequeño cerco de su reclamo atormentado.

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CRECER A CONTRA GRIS

“Desde arriba, el colegio se veía gris y sucio como una ciudad abandonada. Algunas voces subían indicando que, no obstante, existía cierto trajín persistente. Había comenzado otro día de clase.”

Alzar la voz es lograr que se ensanche, que contagie, que se impregne: “Baru estaba eufórica el día que le comunicó a Andrés lo que había significado para ella comprobar la fuerza de las mujeres luchando unidas por un objetivo común. Eso le dio seguridad y esperanza”; es, por un rato, subirse a la ilusión de que todo nuestro raid de dolor y desencuentros, toda la humareda opaca de nuestros intentos, por fin encuentra su cauce: “Sabe una cosa, Grande —dijo de pronto Victoria Sáenz Ballesteros—, fue interesante lo que me contó hoy de su vida. Le quiero proponer algo. No tiene por qué responderme ahora mismo. ¿Se animaría a ser absolutamente sincera conmigo y a relatarme su historia? Siempre quise escribir un libro y creo que he encontrado en usted al personaje adecuado. Piénselo, por favor.”

Pero siempre y en simultáneo a los correteos de nuestras pequeñas cotidianeidades, allí donde el nombre de cada quien es un punto en la trama de un tejido más grande, el ardor entre las piernas del territorio pulsa su taquicardia: “El país se preparaba para un cambio rotundo. Baru subrayó de su cuaderno de notas la proclamación de las candidaturas para las próximas elecciones, el regreso de Perón el 17 de noviembre, su eliminación como candidato a presidente por la cláusula prescrita del 25 de agosto, y algunas sensaciones personales.”

Y, con el vértigo de la historia atravesándolo todo, cada quien hace lo que puede. Julia Grande no es capaz de ir más allá de las fronteras de su nombre: “un amor estable, tener una relación madura con alguien que me acepte como soy y con todo lo que tengo: mi hijo. Eso es para mí el futuro”. Por su parte, Baru se atreve a la duda: “¿Cuántas veces había sido así en la historia de los pueblos? ¿Por qué ahora que la chispa de la euforia había encendido los corazones, el suyo dudaba? No obstante, sentía que ella también podía hablar con el mismo fervor y la misma fe. Ya lo había hecho. Equivocada o no, podía dar la vida por un ideal, aunque, como le sucedía, tuviera conciencia de que, con el tiempo, aquello podría ser juzgado como una muestra de fanatismo o de inmadurez, y que no serviría para nada.”

Desde ahora, la tensión entre lo propio y lo colectivo cinchará el “Monte de Venus” en toda su extensión. Irá, por ejemplo, de la toma del colegio al repliegue potente en la poesía: “(Baru) escogió el equilibrio que ofrece la poesía, esa escritura condensada y reveladora. Tomó la antología de poetas chinos, y (…, descubrió un poema que la conmovió. Era de Wang Yu Tcheng, (…): “Qué triste es ser mujer / Nada hay en el mundo tan poco estimado”. Se enjabonó y se limpió con esmero el ombligo. Un pequeño pozo en el centro mismo de la humanidad.” La tensión insistirá entre los resortes de este poema chino, lo hará trepar hasta la superficie y llegar lejos y en eco, hasta donde Julia Grande se hunde en sus desasimientos: “Tengo frío. No sé por qué se secan las plantas en el terreno del fondo. Es verano y tengo frío. Me han vaciado.”

 

Monte de Venus, Reina Roffé, Ed. Astier

En fin, que la historia es el aliento de quienes la extinguen, mezclada con el jadeo de los expulsados, la alegría de respirar al unísono y la desilusión de encontrarnos solos dentro de nuestro propio aire viciado: “Sé que hoy estoy sola y me da miedo. “Todos fuimos estafados”, me dijo Baru. Pero eso a nadie consuela. Mi dolor solo es mi dolor.

Ya los dioses han perdido todas sus cimas. Después de siglos de alturas y derrocamientos, solo queda este a ras del suelo, este territorio aún sin hacer, único espacio posible para encontrarnos. Quedan un pucho fosforescente que corta la oscuridad del tabaco, la persistencia de algunas luces sobre la tela de la noche, y un ardor, un ardor entre las piernas, que no da paz. No es poco ni da para tirar manteca al techo. Apenas una astilla posible para futuras fogatas.

 

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