El Lecturista: Sobre “la melga y la estrella”, Apuntes sobre la dependencia simbólica, de Hugo Fernández Panconi.
Por Gabriela Stoppelman
DON ATA VERSUS EL MAXI KIOSKO
¿Cuándo sucedió?, ¿cuándo fue que el corredor entre cielo y suelo se quebró en fragmentos de palabras, en ademanes desesperados de restitución?, ¿dónde se ensimisma hoy la luz solitaria?, ¿dónde busca, sin renuncia, el tiempo de la tierra sembrada? Si belleza y verdad aún resisten en la vieja alianza que recitaba, “nada hay en las estrellas que no esté en las huellas de tus pies”, es seguro: no hay rendición. La melga relumbra huecos de luz y la luz enraíza trazas de tierra. Pero el paso que siguen no es cualquiera. Agobiada de cultivos prepotentes, agrotóxicos y empresarios non sanctos, la melga reclama el andar de Atahualpa Yupanqui, en un epígrafe que apadrina el libro entero:
“Porque solo el impostor/
se acomoda en toda huella/ Que siga una sola estrella/ Quien quiera ser sembrador”. Estas “Coplas del payador perseguido” resultan un buen sacudón en tiempos donde el deseo se ha contagiado de la visión Maxi kiosco: abarcarlo casi todo para no intensificar en nada.
ASALTO A LA LUZ
Sin nostalgia, entonces. No hubo: hay un tiempo para desocultar la luz relegada, para elegir el espejo que no nos obligue el rostro: “’Inventar o crear’ es una disyuntiva vigente. El reconocimiento de lo que somos los suramericanos implica, por la magnitud de la tarea, una invención, y por la postergación, la corrección de un error larga y prolijamente inducido”. Y si el error consiste en haber sustituido estrellas por faroles incandescentes, remover la trampa de los filamentos y recuperar el cielo. Porque esa luz sustituta no ilumina, sólo direcciona la mirada. Y, por supuesto, también el oído, el tacto y hasta el modo de caminar. Bajo ese eclipse, resisten constelaciones firmes y reclaman: “que la mezcla hispano-originaria-africano-gringa que funda nuestra identidad cultural siga aportando al mundo sus particularidades y sobreviva al impulso homogeneizante del imperialismo económico y cultural.” A esta altura de las cosas, resultaría de una ingenuidad sofocante no admitir los disciplinamientos a los que son sometidos nuestros sentidos. La identidad es una zona de combate. Pero, ante todo, hay que reconocerse combatiente. Ante todo, hay que despojar de naturalidad aquello que suena y se ofrece de primera mano, como si viniera directamente del centro de la madre tierra y no desde el comando de una operación de mercado. Y una vez que reconocemos el territorio de la lucha, ¿qué?
LA CANCIÓN, UNA PROLONGACIÓN DEL TERRITORIO
“Vamos, como tantas veces, en la Chata del Negro Giménez, un Rastrojero ´70 o´71, doble cabina, que más que un simple medio de transporte es una prolongación de su vivienda (…) nos entregamos con entusiasmo a la filosofía rastrojera, a la reflexión zanjonera”. Filosofía rastrojera y reflexión zanjonera son las elecciones de Hugo Fernández Panconi para encarar el camino y responder a la pregunta, entonces, ¿qué? Aclara una nota al pie, que el zanjón recibe el agua de las posibles crecidas por deshielo o lluvias y distribuye la necesaria para el riego. Y que zanjonero es la denominación para el mendocino de capital. Pensémoslo un poco: Si “la música popular es una ‘polvareda suelta’ y somos parte de ella y, además, queremos que se agite y crezca”, los pensadores zanjoneros podrían ofrecerse como recolectores del “polvo de deshielo”, como entonadores de aquellos acordes y cadencias que renacen cuando cae el muro de los paisajes de cartón. A su vez, “agitar y crecer” contribuyen a regar las parcelas con agua buena y a contrarrestar el problemón que reclama saciar una antigua sed: “El problema para los que vivimos acá y queremos escuchar el paisaje propio está en los que insisten en referenciarse en otra realidad que no nos representa ni contiene en absoluto y que solo nos identifica en tanto consumidores”. De este modo y, mientras resuenan los nombres que “son” ya el territorio -Mara, Joaquín, El negro, Don Distéfano- el rastrojero avanza. Y ya que está en eso de reconstruir caminos entre lo alto y la bajo, de gusto nomás, apuesta a tejer lazos entre la melga y el asfalto.
DESPUNTAR EL VICIO
Apuntar. Tomar apuntes. Y también señalar una dirección. Como la que encara el Negro en su rastrojero: “Los cultores de la expresión nativa (como diría Yupanqui) son herederos directos, escasos, por otra parte; o son buscadores. Buscan… Buscamos, Flaco, agujas en pajares en la niela, bajo todo el ruido del mundo.”
Apuntar. Apuntalar. Despuntar: “El educando argentino no tiene las herramientas suficientes para sobreponerse a la aplanadora cultural homogeneizante de la televisión.”
Apuntar. Puntada tras puntada. Desplegar la tela hasta que todo quede expuesto, hasta revelar todo el resto oculto del lado del ruedo: “Don Ata logra tensa la cuerda y afina lo suficiente como para tocar las primeras notas del himno. Entonces, el baqueano Cruz que las reconoce, se pone de pie, serio y se cuadra. Y los dos se transportan al paisaje interno que esa melodía ha creado en sus espíritus.”
Apuntar. Y elegir el blanco. Y si el horizonte no nos queda, desgarrarlo a flechazos. Después, hacer punta. Apostar, en el sentido opuesto al vacío repleto de nadas. Y escribir. Tomar apuntes. Notas que, al caminar la tierra, la siembran con otra luz: “La expresión popular no es del mercado. Puede convivir con él y/o existir sin él. Pero si una nación pretende defender su soberanía subjetiva, su nacionalidad cultural, no se puede dar el lujo (la torpeza) de permitir, en materia de símbolos, un mercado librecambista y autorregulado”.