LECTURISTA
El miedo:
sobre “Apegos feroces”, de Vivian Gornick.
Por Viviana García Arribas

ERRAR ES HUMANO

René Magritte, Clef des champs (1976)

Después del último año, con pandemia, cuidados y paranoia, no me quedan viajes por contar. De un día para el otro, mis desplazamientos se redujeron a las dos o tres cuadras que rodean mi edificio. De a poco, se ampliaron a diez o veinte manzanas a la redonda y hoy incluyen traslados en taxi a algún punto un poco más lejano. Pero esos movimientos siempre tienen alguna utilidad: debo comprar algo, asistir a algún lugar en particular o hacerme un chequeo médico. La errancia no forma parte de mi manera de vida actual, aunque hace ya muchos años que no “doy una vuelta” simplemente por darla. Desde hace tiempo, mis paseos se volvieron útiles, lejos de las horas despreocupadas de la adolescencia. Entonces, dar vueltas por la ciudad tenía algo del “flâneur”, para quien “es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito” (1).

Pero, con destino o sin él, las caminatas y salidas eventuales, nos sacan de nuestra rutina de encierro. Nos dan “aire” y ventilan la angustia que nos produjo el aislamiento. En rigor de verdad, no dejan de ser un buen método de distensión en la vida cotidiana. Lo son, en todo caso, para la periodista y escritora norteamericana Vivian Gornick, quien estructura su relato , “Apegos feroces”, alrededor de los paseos que realiza con su madre por Manhattan mientras recuerda su infancia, su juventud y el vínculo entre ambas, pleno de dificultades. “La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora” (2). Esta declaración aparece en la tercera o cuarta página del libro. No es un misterio a descifrar, aunque opera como un magnético “gancho”. Como esas películas en las que sabemos de antemano quién es el asesino, pero nos interesan igual.

Y, en este caso, el culpable es el apego.

TE QUIERO HASTA EL CIELO

Busco la definición de apego: es el vínculo intenso y duradero entre dos individuos que proporciona una sensación de seguridad en momentos de amenaza. También podemos llamar así al dolor emocional que se produce cuando ambas personas se separan u ocurre la pérdida de una de ellas. Así aparecen, entre otras manifestaciones, la ansiedad, la ira y la depresión. Por otra parte, es clave en el desarrollo del niño y en la formación de la personalidad.

Edward Hopper, Mañana en Cape Code (1950)

¿Cómo lidiar con este lazo a la vez fundamental y causante de dolor? No sin sufrir, seguramente: “Las lágrimas se derramaron y desbordaron, inundaron el rellano, se extendieron por la cocina, atravesaron el salón, golpearon las paredes de los dos dormitorios y nos arrastraron como una marea”. Esta hipérbole ilustra el momento cuando la señora Gornick se entera de la muerte de su esposo. Anticipa su luto desgarrador, monotemático y egocéntrico. Un luto que duró “(…) horas. Días. Semanas. Años”. El señor Gornick, que había sido su centro mientras estuvo vivo, mantiene para ella esta condición después de muerto. La imposibilidad de cortar el lazo, transforma la viudez en el único sentido de su vida. Vivian, mientras tanto, teme llorar porque eso le impedirá ver a su madre, con el riesgo de que ella también desaparezca. Se teje entre ambas un lazo asfixiante.

RECETAS AIREADAS

Vivian Gornick escribe sobre su propia vida. Siempre. Nacida en el Bronx (Nueva York), en el año 1936, es una destacada representante del movimiento feminista en los Estados Unidos de Norteamérica. Llama a su modalidad de escritura “narrativa personal”. Ella misma dice que busca dentro de sí el “personaje” que le permita narrar cada historia en particular. En el caso de “Apegos feroces” ese personaje es la hija y nunca se mueve de ese rol. Crece y evoluciona, es verdad, pero siempre sostiene ese punto de vista. De este modo, aunque su material sea real, utiliza para narrarlo todos los recursos de “ficción” disponibles.

El departamento del Bronx opera como un vientre materno: cálido, seguro, pero también asfixiante. Y la calle, como el espacio ideal donde descomprimir la opresión, aunque plagado de peligros. En este ir y venir se juega todo el relato. A su vez, dentro de la propia casa hay una zona destinada, a veces, a liberar tensión: la cocina. Es allí donde se congregan las mujeres durante el velatorio y también es donde se prepara el banquete de boda para Vivian, unos cuantos años después. Las vecinas le ofrecen otras miradas sobre la vida, el matrimonio, las relaciones y los hijos. Y el relato gira, también, en torno a ellos. Los hombres -el padre muerto, los vecinos que trabajan todo el día, un hermano mayor que no parece comprometerse mucho- están bastante desdibujados, mientras las mujeres son protagonistas absolutas: “Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está —maridos, padres, hermanos—, pero solo recuerdo a las mujeres. (…) Nunca hablaban [las mujeres] como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen”.

René Magritte, El telescopio (1963)

Y es en la cocina donde se refugia Vivian del vendaval de lágrimas de su madre. Allí se siente a gusto, desaparece entre los pechos voluminosos de las mujeres y en el abrazo tierno, casi sensual, de Nettie, su vecina de al lado, tan diferente a su madre. Pero esa proximidad la espanta y vuelve a su madre, vuelve al vientre-salón donde ella llora. “Con ella la cosa estaba clara: me costaba respirar, pero me sentía segura.”

COMO UN QUESO GRUYERE

Hay cierta permeabilidad en el edificio del Bronx. Allí conviven varias familias, casi todas judías: los Drucker, los Zimmerman y tantos otros. Gente de puertas abiertas que ventila su vida a todo el vecindario. Salvo los Gornick. Ellos son más “desarrollados” -según la propia expresión de la madre de Vivian- y la puerta de su departamento permanece discretamente cerrada.

De este modo, los vasos comunicantes creados por las mujeres les permiten estar en contacto con sus vecinos. El edificio respira a partir de los desplazamientos de estas mujeres: arriba y abajo, a un lado y al otro, en las voces que se cuelan por las ventanas y en los pasos que se escuchan sobre los cielorrasos. Hay otro espacio altamente significativo, la escalera de incendios. Esta particular estructura, propia de los edificios neoyorkinos, pertenece al edificio pero no está dentro de él y opera como “salida de escape” literal y figurada para sus habitantes. Esa escalera nos lleva a pensar en los caminos alternativos, aunque también inadvertidos por la mayoría, que transitaban las mujeres para hacer sus vidas más llevaderas. En ese sentido, esa escalera y la ventana del salón de los Gornick le permiten a Vivian, por primera vez en su vida, “poner los pies en el exterior” y desentenderse de la férrea presencia de la madre. “Por las noches, sobre la escalera de incendios, fantaseaba por todo lo alto asomada al mundo”. Aunque también se sentía “una prisionera que ansiaba la calle bajo sus pies”.

El exterior, lo externo, aquello que está fuera de la órbita materna, representa un peligro latente. Y Nettie, la vecina de al lado, una no judía, lo potencia. Su vida libre de prejuicios, su viudez -sentida en forma totalmente opuesta a la de la señora Gornick-, la libertad con la que utiliza su cuerpo, le abren a Vivian nuevas puertas hacia otras conductas y otros mundos. Estimulan sus ansias de salir de ese vientre-hogar. Pero no le apaciguan sus miedos.

FRENTE AL ABISMO

Desde mi ventana

Vivian crece, estudia, se hace periodista y decide escribir. ¿Elude así el círculo materno? Es un principio, pero solo eso. “Estoy a salvo. Soy libre. Pienso. Cuando pierdo la batalla del pensamiento, los límites se estrechan, el aire se contamina, la luz se nubla. Todo es vapor y niebla, y me cuesta respirar”. Y pierde la batalla con bastante frecuencia. Como las veces que estuvo frente a la ventana, la toma de posesión de su escritorio oscila entre la conquista de un mundo nuevo y el terror más absoluto. No es casual que nos describa su impulso de escribir como “ese rectángulo de luz y de aire que hay en mi interior”, una imagen que remite fuertemente a una ventana. Esa figura se ensancha o se reduce en respuesta a sus miedos: prejuicios y falta de autoconfianza. Pero, también, permanece en ella la voz de su madre quien le reclama por qué no se busca un buen hombre y tiene hijos.

La madurez, por suerte, trae nuevas estrategias y la relación de las dos mujeres evoluciona, apenas, hacia un terreno mejor. El miedo ha sido para ellas motor de arranque y, a su vez, ancla inmovilizadora. Igual que el apego, cumplió una doble función. Vivian deja el viejo departamento del Bronx con la intención de diferenciarse de su madre. Sin embargo, sabe: La mitad de mí está dentro; la otra mitad, fuera”. Como en sus paseos. Como en los míos.

Salir a la calle implica exponerse al juicio del otro. Darse a ver. Aunque, también, -si seguimos los dichos de Baudelaire- “establecer su [nuestra] morada en el corazón de la multitud”. Esta inmersión en el gentío es una manifestación del miedo y, también, una forma de hacerle frente. Miles de ojos nos miran y una ola indiferenciada nos abraza. La pandemia trajo consigo la retracción de nuestras salidas e impidió el desplazamiento anónimo dentro de las muchedumbres. El miedo primó sobre la posibilidad de confrontarlo. O, tal vez, la manera de combatirlo fue retraerse. Hoy, sin embargo, parece haber cedido el temor al contagio en pos de un encuentro con el otro. A veces en forma cuidada. A veces, irresponsable. Ojalá la proximidad del monstruo no nos haga pensar que es una mascota.

Edvard Munch, Ansiedad (1894)

(1) Charles Baudelaire

(2) Vivian Gornick, “Apegos Feroces”

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