El apego: sobre la irrupción de otras dimensiones de lo real.
Por Liliana Franchi
DEJÁ VÚ
“Tanto pediste retener / ese momento de placer / antes de que sea tarde / vuelve la misma sensación”.
Gustavo Cerati, “Dejá Vú”
Entonces corrí hasta alcanzarla. Su figura delgada se balanceaba de un lado a otro, aquel poncho rojo con ribetes negros anchos tapaba discretamente sus piernas finas y delicadas. Casi etérea, todo en ella me hizo volver a mi adolescencia, a recuperar los retos, los límites y las risas. Sucedió en un flash de tan solo segundos. La había reencontrado, hasta tenía las preguntas fugadas como filos, en un tris fenomenal de sensaciones. Justo cuando decidía volver a ese instante del pasado, toqué su hombro, y la interpelé “¿mamá?”.
En milésimas de segundos, me sentí en otra dimensión, desapegada de todo predomino de la razón. No obstante, al darse ella vuelta, comprendí que esa mujer era tan solo una réplica de mi realidad fantasmática.
De todos modos, fue muy bueno dejar a mis fuerzas manifestarse en carne viva. No se trataba de mi madre, pero se sintió como si hubiera sido. Así, entre velos de sombras, vi alejarse a aquel símil de “rol”, en una actuación perfecta.
Esa representación impecable y momentánea de las tantas caras de la realidad me dejó sumida en una vivencia física transformadora, única, tal vez irrepetible. Me confirmó que podemos alcanzar otras dimensiones y habilitarlas, si logramos romper esquemas, triturar verdades.
Ese sentimiento no programado que aflora para transformarnos por solo un momento tiene un efecto más: nos potencia, nos vuelve súbitamente valientes para aceptar otras realidades, nos da coraje para romper el espejo de viejas representaciones y habilitar nuevas, inmiscuirnos en lo incierto para ser otros. Apegarnos al olvido.
EL MIEDO A LA LUZ
Y ya que hablamos de la irrupción de dimensiones ajenas a lo cotidiano, recuerdo la película “Los otros”, de Alejandro Amenábar. En ese film, Grace, una devota cristiana, lleva a sus dos hijos a una vieja mansión a la espera del regreso de su marido de la guerra. Los niños padecen de una enfermedad que los obliga a permanecer encerrados a resguardo de la luz solar.
Al incorporarse a la vida familiar, los tres nuevos sirvientes deben aprender una regla vital: la casa estará siempre en penumbras y nunca se abrirá una puerta si no se ha cerrado la anterior. A las normas vinculadas a las penumbras, se suman las férreas indicaciones de correr las cortinas y cerrar cada cuarto con llave, a la entrada y salida de cada empleado. De este modo, se ponen de manifiesto dos líneas de sentido bien explícitas: el abismo entre los muertos y los vivos, y el abismo que separa quienes saben que están muertos de quienes aún lo ignoran.
De este modo, mientras los niños juegan junto a la mesa, las cortinas deshilachadas hacen rondas mecidas por el viento. Grace, su madre, quien luce un vestido negro, cocina habas junto a su vieja ama de llaves. El humo desfigura las ventanas selladas, opacadas por el frío. Ferviente católica de costumbres rígidas, Grace reza por las noches. Por su parte, los pequeños sufren de fotosensibilidad y pasan sus estructuradas vidas en torno a una serie de reglas complejas frente a la exposición de la luz solar.
La residencia está cubierta por nieblas con el jardín incluido, entre sueños de noches y silencios. Así, el recinto es un claustro de obscuridad, de donde nunca nadie podrá escapar.
La madre, delgada hasta de memoria, deambula amnésica de su propio suicidio y del asesinato de sus hijos. Vive en una realidad en la que los muertos no saben que lo están. De este modo, la película alterna un juego tenso entre seres que están en uno y otro mundo, solo que los muertos que saben que lo están, tienen por misión revelarles a los otros esa verdad. Pero Grace se niega. Madre aterrorizada, austera y desesperada, ha salido de su propia y dura certeza, a través de un ensueño, de una locura de declararse viva, a costa de haber borrado de su memoria todo paso o transición.
Pero todo sopor tiene un fin. Y, cuando eso ocurre, se hacen trizas las armaduras, se desvanecen ante lo real, duelen, por tan cierto.
CORRER LOS VELOS
“Todos los acontecimientos del mundo, todas las situaciones pasadas presentes y futuras se repetirán eternamente, todo se repetirá un número infinito de veces”.
Friedrich Nietzsche
Las ficciones de lo real y la realidad de las ficciones exponen puntos de verdades súbitas, invitaciones a un viaje, donde los pasajeros mutan su mirada. Hay en esos transcursos tan breves una fuerte denuncia contra las rigideces de las realidades históricas disciplinadas. El tiempo se disloca de su andar habitual, nos torna, por un instante, fantasmas. Solo necesitamos el pretexto para enfrentarnos a estos momentos. Hace falta un poco de desapego liberador para darnos cuenta de que eso que llamamos «lo real» es un infinito con muchas puertas.